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Un Rey para mi generación; por Mariola Urrea Corres, profesora titular de Derecho Internacional Público de la Universidad de La Rioja

22/05/2013
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El día 22 de mayo de 2013, se ha publicado en el diario El País, un artículo de Mariola Urrea Corres, en el cual la autora opina que España necesita una Jefatura de Estado que se acomode a la nueva realidad que exige el país.

UN REY PARA MI GENERACIÓN

La situación procesal de la infanta Cristina de Borbón en la causa que se instruye en un juzgado de Palma de Mallorca por el caso Nóos acentúa el desgaste que sufre, de forma acelerada, la figura institucional del rey Juan Carlos. Que el Rey tenga a una de sus hijas pendiente de aclarar definitivamente su situación ante la justicia debe de resultar muy doloroso en lo personal, pero tal circunstancia debe de ser obviada desde la Casa del Rey para centrar toda la preocupación en abordar los nuevos desafíos a los que se enfrenta la institución, evitando que la inacción (o una acción equivocada) acabe imponiéndose como método de resolución de problemas en la jefatura del Estado. El desgaste de la figura del Monarca y la realidad social aconsejan un relevo

Sin embargo, no es mi intención detenerme a analizar estos hechos. Entiendo que, al margen de ellos, existe una realidad previa que ha erosionado a la Corona y que nos invita a valorar si dicho desgaste puede ser encauzado por su actual titular o si, por el contrario, el Rey ha contribuido de forma significativa a ello gracias a una serie de circunstancias -algunas de naturaleza endógena y otras de carácter exógeno- que lejos de hacer factible una mejoría, permiten más bien anticipar una situación cada vez más complicada. Si, como entendemos, estuviéramos en el segundo de los escenarios, la estabilidad de la Monarquía en España demandaría probablemente un relevo relativamente rápido en la persona del príncipe de Asturias. Detengámonos a analizar las circunstancias que explican, a mi juicio, un escenario como el descrito con el desenlace propuesto.

Mencionar las circunstancias endógenas que han contribuido a un deterioro de la figura del Rey nos exige detenernos en un dato puramente objetivo. Así, el historial clínico más reciente de don Juan Carlos nos previene sobre un desgaste físico más que evidente a causa de la edad, de la intensidad con la que se ha vivido y, por supuesto, de la acumulación de intervenciones quirúrgicas de distinta naturaleza y gravedad. No sería esta cuestión, sin embargo, la que sugiriera la apertura de un debate sucesorio si no fuera porque las reiteradas bajas médicas del Rey interfieren en su propia disponibilidad para tripular la Corona en un tiempo de zozobra, más allá de las dificultades para atender convenientemente la agenda institucional.

Con todo, es verdad que los problemas de salud de don Juan Carlos no son los que han contrariado a la sociedad española rompiendo el viejo idilio que esta ha mantenido, sin fisuras, con su Rey. Cuando se supo que don Juan Carlos había viajado a África a cazar elefantes después de haber asistido en familia a la misa de Pascua en Palma de Mallorca, la sociedad interpretó, sin embargo, que se trataba de algo más que de una equivocación personal susceptible de merecer ser perdonada. Esta per- cepción se vio confirmada cuando la acompañante del Rey ha declarado, sin pudor alguno, ser responsable de supuestas gestiones confidenciales y delicadas a favor del Gobierno de España. Todo este enredo, no del todo aclarado públicamente, ha sacado a la luz una forma de proceder alejada de la imagen que el propio Rey y su entorno se esfuerzan en ofrecer.

La cuestión del presupuesto público de la Casa del Rey y las finanzas privadas del Rey tampoco parece una cuestión baladí. Hasta ahora el tema no ha ocupado una intensa atención mediática, pero es muy probable que no permanezca silenciado mucho tiempo. Las cuentas de la Casa del Rey y su sometimiento a los principios de transparencia y publicidad es una exigencia que, más allá de lo que declare finalmente la Ley de Transparencia, se deriva de algo tan obvio como que la Casa del Rey es una parte más, aunque resulte una parte especial, de la Administración del Estado sostenida por presupuesto público. Pero si delicada ha sido siempre la gestión pública de las cuentas de la Casa del Rey, mucho más complicado de presentar es el relato, todavía no abordado, en torno a la herencia, la existencia de una cuenta en Suiza, la tributación de la misma y, por supuesto, el alcance real de la siempre rumoreada fortuna personal del Monarca.

El patrón que había permitido diseñar el armazón de nuestra Monarquía y el estilo que impuso su titular da pruebas evidentes de fatiga. La rapidez con la que se han desarrollado algunos acontecimientos han demostrado las dificultades que implica no haber aclarado tres conceptos parecidos pero no coincidentes: la familia real, la familia del Rey y la Casa del Rey.

La confusión ha derivado en serias dificultades para limitar los riesgos de contagio cuando ha sido necesario apartar a algunos miembros de la familia real motivado por un comportamiento poco ejemplar. No abordar legalmente las diferencias entre unos y otros conceptos ha provocado que fuera a través de la web oficial de la Casa del Rey como se han anunciando oportunas actualizaciones sobre una obsoleta concepción de la familia real según ha exigido la situación familiar de los afectados o la propia realidad jurídico-procesal de sus miembros.

Si, como se ha indicado, existen razones endógenas suficientes que permiten explicar el desgaste que ha sufrido la figura del Rey, no se pueden ignorar aquellas otras razones de carácter exógeno que también han contribuido a evidenciar las limitaciones de un Monarca sobrepasado por los acontecimientos y por la propia realidad política del momento. Es obvio que España no es la misma que se dejó acompañar por un Rey que aceptó sin reservas la Constitución de 1978. Lo que entonces se valoró como gestos que merecían reconocimiento por resultar audaces, hoy son actos de una pasmosa normalidad democrática. Para la mayoría de españoles es parte de la memoria y, en todo caso, de los archivos de nuestra historia reciente, aquella noche del 23 de febrero en la que un Rey uniformado se ganó el respeto de la sociedad civil. Los éxitos del pasado nadie los discute, pero el crédito acumulado entonces no es suficiente para conducir un presente que definen y juzgan quienes han nacido, se han educado y tienen como referente otra España muy distinta a la de la Transición. Al margen de los problemas por los que atravesamos, la España de hoy es una democracia moderna necesitada, eso sí, de algunos ajustes importantes, es un país que sigue comprometido con la integración europea y que debe fortalecer su crédito internacional, tiene unos medios de comunicación consolidados que ya no admiten pactos de silencio, se asienta sobre una sociedad crítica que exige instituciones honorables que se legitimen por el ejercicio responsable de sus competencias y dispone de un tejido industrial y empresarial que compite, al margen de apoyos, en el mercado exterior.

Esta España necesita, también, una Jefatura de Estado que se acomode a la nueva realidad que exige el país: un Rey académicamente bien formado, un Rey habituado a una forma de actuar más profesionalizada, un Rey que sea referente para esa generación que ha crecido en democracia, un Rey sin más servidumbres que la que le imponga su propia condición real. En suma, un Rey de nuestra generación y para nuestra generación.

España es un país generoso que sabe poner en su justo término una hoja de servicios como la que, sin duda, puede acreditar Su Majestad. Sin embargo, no sería leal ignorar que el último servicio al país puede pasar por un relevo antes de lo que el propio don Juan Carlos hubiera, quizá, imaginado. No valorar adecuadamente el ritmo con el que se desarrollan los acontecimientos es un error que puede colocarnos, en breve, en un debate distinto al que estamos planteando, en el que poco importe ya destacar las virtudes del Príncipe y de la persona con quien comparte la vida. No ignoro que tiempo es lo que puede necesitar quien está en disposición de reclamar siquiera el derecho a elegir el momento más adecuado para escenificar, sin presiones, la decisión que en estas líneas se reclama. Pero sería oportuno precisar que solo si se acepta la propuesta puede tener sentido asumir una nueva dosis de paciencia.

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