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Diego López Garrido

Una reforma constitucional para España

15/03/2013
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La ciencia del Derecho dice que la Constitución, desde que fue lanzada al mundo hace más de dos siglos por los constituyentes de tres importantes naciones, Estados Unidos (1787), Francia (1789) y España (1812), la Constitución, digo, ha cumplido tres funciones esenciales: Primera, dar legitimidad a quienes ejercen el poder político en un Estado en nombre del pueblo. El nacimiento de la Constitución significó la ruptura con el derecho divino de los reyes y con la opresión de los déspotas (de ambos tenemos ejemplos en nuestra tormentosa historia). Cualquier autoridad, en un régimen constitucional, lo es porque lo permite y lo dice la Constitución. De ella nace cualquier poder, legislativo, ejecutivo y judicial; nacional, regional o municipal. La Constitución establece, además, una separación y unos controles entre dichos poderes. Segunda función: la Constitución configura el estatuto de los ciudadanos y las ciudadanas, reconociendo y garantizando sus derechos y libertades individuales, de participación política y de carácter social y económico. Sin Constitución, el individuo es un súbdito. Con Constitución, el pueblo es quien tiene la soberanía. Tercera función: la Constitución es la ley suprema. Esta supremacía hace que todo el conjunto del ordenamiento jurídico esté sometido a la Constitución; por tanto, todos los poderes del Estado cuando aprueban las leyes. En un régimen constitucional manda el Derecho. Estas tres funciones, sin las cuales, como decía la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, “no hay Constitución” (…)

Diego López Garrido es Diputado y Catedrático de Derecho Constitucional

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 33 (enero 2013)

La ciencia del Derecho dice que la Constitución, desde que fue lanzada al mundo hace más de dos siglos por los constituyentes de tres importantes naciones, Estados Unidos (1787), Francia (1789) y España (1812), la Constitución, digo, ha cumplido tres funciones esenciales:

Primera, dar legitimidad a quienes ejercen el poder político en un Estado en nombre del pueblo. El nacimiento de la Constitución significó la ruptura con el derecho divino de los reyes y con la opresión de los déspotas (de ambos tenemos ejemplos en nuestra tormentosa historia). Cualquier autoridad, en un régimen constitucional, lo es porque lo permite y lo dice la Constitución. De ella nace cualquier poder, legislativo, ejecutivo y judicial; nacional, regional o municipal. La Constitución establece, además, una separación y unos controles entre dichos poderes.

Segunda función: la Constitución configura el estatuto de los ciudadanos y las ciudadanas, reconociendo y garantizando sus derechos y libertades individuales, de participación política y de carácter social y económico. Sin Constitución, el individuo es un súbdito. Con Constitución, el pueblo es quien tiene la soberanía.

Tercera función: la Constitución es la ley suprema. Esta supremacía hace que todo el conjunto del ordenamiento jurídico esté sometido a la Constitución; por tanto, todos los poderes del Estado cuando aprueban las leyes. En un régimen constitucional manda el Derecho.

Estas tres funciones, sin las cuales, como decía la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, “no hay Constitución”, las ha cumplido nuestra Norma Fundamental de 1978 desde su nacimiento (por cierto, en una coyuntura de crisis económica).

La Constitución española actual (como la de Cádiz) trajo la libertad tras décadas de autoritarismo. Lo hizo con un modelo de monarquía parlamentaria y Estado descentralizado. La Constitución restableció una ciudadanía con iguales derechos y creó un Estado de derecho, con unos jueces independientes y un Tribunal Constitucional.

La Constitución puso las bases de lo que llegó más tarde, es decir: una economía de mercado con seguridad jurídica; unas infraestructuras sólidas; unos servicios públicos decentes de educación, sanidad y seguridad social; y una Hacienda Pública con capacidad de recaudar impuestos al nivel mínimo exigible en un Estado moderno.

La Constitución de 1978 construyó el puente con la Europa del Estado del Bienestar y la cultura democrática, preparando el ingreso de España en la Unión Europea, que vendría 7 años después.

Todo esto significó -y significa- la Constitución de una democracia conseguida a pulso después de luchas sociales y políticas -que demasiadas veces se olvidan- contra la Dictadura franquista, protagonizadas por una generación de españoles que luego votaron con abrumadora convicción el texto elaborado por las primeras Cortes Generales.

Pero a esta generación le ha seguido, y le acompaña hoy, otra generación, que no votó ese texto el 6 de diciembre de 1978, porque era menor de 18 años o, sencillamente, no había nacido aún (generación, o generaciones, que representan hoy las dos terceras partes del pueblo español). Los que hoy tienen de 18 a 51 años -casi 20 millones, la mitad de los españoles- no han tenido la oportunidad de votar una Constitución española. Aunque sí, por cierto, una Constitución europea, en el referéndum de 20 de febrero de 2005, aprobado, por abrumadora mayoría, a favor de Europa.

Este dato no resta, claro está, legitimidad a la Constitución. Los grandes principios constitucionales que antes mencioné siguen siendo tan fuertes o más que hace un tercio de siglo. Sin embargo, determinados ámbitos de la Constitución han sufrido con el paso del tiempo, o han quedado obsoletos, o son insuficientes. Y tenemos una Constitución debilitada y oxidada en esos aspectos, que requieren adaptaciones que no se han realizado. Desafortunadamente, por miedo a la inestabilidad o a abrir la caja de Pandora, o, simplemente, porque no ha existido el suficiente consenso entre las fuerzas políticas -básicamente entre PP y PSOE-, la reforma constitucional en España, salvo dos casos puntuales –que tienen que ver con Europa (art. 13 y art. 135)–, está inédita. Se repite la historia del constitucionalismo español. Tenemos muchas constituciones. Normalmente contradictorias entre sí. Pero no tenemos reformas.

¿Es que no ha sucedido nada relevante en estos 34 años? Nada más lejos de la realidad. Han pasado muchas cosas en España. Nuestro país se ha transformado. Me gustaría destacar algunos importantes hechos que han variado la naturaleza de nuestra vida social:

El primero, el cambio en la cultura política de los españoles, hacia la exigencia vehemente y explícita de una mayor participación en la vida pública. Una “cultura cívica” que no se conforma con la pasividad o la delegación, cada cuatro años, en unos dirigentes políticos, sin más. En estos mismos tiempos revueltos lo venimos apreciando. No es solo la crisis la que ha echado a la gente a la calle a protestar contra las medidas del Gobierno, y a plantear una política alternativa. Es que la forma de ver la política ha cambiado en España, y la gente ya no acepta que ésta se reduzca a lo que deciden círculos partidarios o cargos públicos muy reducidos. Hay quienes no se sienten suficientemente representados y reclaman una mayor transparencia en el poder y una apertura de los partidos. Nunca han –hemos– sido los políticos tan criticados, ni los ciudadanos se han sentido tan alejados de sus representantes. Y esto tiene que ver con la terrible situación económica que vivimos, a la que los dirigentes españoles o europeos no parecen darle una salida creíble, pero también tiene que ver con las estrechas estructuras que nuestro sistema político posee, y que se puedan observar en la Constitución, en la Ley Electoral o en los Reglamentos parlamentarios.

Lo anterior ha sido especialmente visible, en efecto, porque la espantosa crisis ha venido para quedarse por un tiempo demasiado largo. Una crisis sistémica, un terremoto económico con el epicentro en el desregulado y globalizado mundo financiero, y con efectos crueles en el mercado hipotecario inmobiliario y, por supuesto, en el desarbolado mercado laboral. En España, por vez primera en muchos años, las rentas del trabajo son más bajas, en conjunto, que las rentas del capital.

La situación desesperada de miles de familias con todos sus miembros en paro, o desahuciados de sus casas, ha traído a los españoles (y a los inmigrantes) el pánico de ver tambalearse o esfumarse algunas de las piezas básicas del Estado Social que proclama la Constitución. Es el vértigo de la destrucción del modelo.

Esto es dramáticamente real en relación a cuatro “principios rectores de la política social y económica”, como denomina la Constitución a aquellos que figuran en el Capítulo Tercero del Título Primero. Se trata del “régimen público de Seguridad Social que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad especialmente en caso de desempleo” (art. 41); del derecho a la protección de la salud pública a “través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios” (art. 43); del derecho que todos los españoles tienen a “disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (art. 47); y de la obligación de los poderes públicos de garantizar, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos de la “tercera edad” (art. 50).

... (Resto del artículo) ...

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