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Indulto: una figura arcaica y retrógrada; por Manuel Jaén Vallejo, Magistrado y Profesor Titular de Universidad

28/02/2013
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El día 27 de febrero de 2013, se ha publicado en el diario Ideal, un artículo de Manuel Jaén Vallejo, en el cual el autor considera que el indulto supone una clara injerencia del poder ejecutivo en el judicial y de la que no debería abusar el Gobierno por quedar extramuros de su función.

INDULTO: UNA FIGURA ARCAICA Y RETRÓGRADA

La Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo acaba de estimar (por unanimidad) el recurso formulado hace un año por dos empresarios, a los que se había acusado falsamente de estafa y alzamiento de bienes, contra el indulto concedido por el Gobierno de José Luis Zapatero al consejero delegado del Banco Santander, condenado por el Tribunal Supremo en Sentencia 1193/2010, de 24 de febrero de 2011, por delito de acusación falsa, a las penas de 3 meses de arresto mayor, suspensión para la profesión bancaria y multa. El Tribunal Supremo estima el recurso por haberse excedido el Gobierno anterior en la aplicación del indulto, algo que fue en su momento muy contestado en la judicatura y, en general, en la opinión pública, pues el indulto no contó con el informe favorable ni del ministerio fiscal ni del propio Tribunal Supremo. Además, el indulto no se limitó a las penas impuestas sino que se extendió a cualesquiera otras consecuencias jurídicas, incluido cualquier impedimento para ejercer la actividad bancaria, como los antecedentes penales.

Independientemente de la impecable conclusión alcanzada por el alto Tribunal -en el sentido de que el indulto conmuta penas, no sus consecuencias en el ámbito administrativo, pues la vigente ley de indulto de 18 de junio de 1870 establece unas reglas claras sobre el alcance del indulto, que no se puede extender a aquellas consecuencias, como tampoco a la indemnización civil ni a las costas procesales- lo cierto es que hoy, en pleno siglo XXI, la vieja figura del indulto no tiene explicación alguna, apareciendo a los ojos de todos como una manifiesta injerencia del Gobierno en el poder judicial. El ejercicio del derecho de gracia es una prerrogativa real, es decir, corresponde a la Corona, aunque hoy los indultos los aprueba el Consejo de Ministros, a propuesta del de Justicia, firmando los reales decretos de indulto el Rey, pero siempre con el refrendo del ministro de Justicia, coherentemente con el carácter inviolable del Rey, no sujeto a responsabilidad, que exige que sus actos estén siempre refrendados por el presidente del Gobierno o ministros competentes, que sí son responsables de lo que firman. Y el ejercicio del “derecho de la gracia de indulto” no es absoluto, sino que sólo puede tener lugar en los casos previstos en la ley. En cuanto a su alcance, el art. 62 i)CE deja claro que aunque el Rey puede ejercer el derecho de gracia, “no podrá autorizar indultos generales”, es decir, el derecho de gracia es un derecho limitado.

Otra cosa diferente al derecho de gracia es la amnistía, que puede aprobar las Cortes Generales, que son las que representan al pueblo, utilizada poco antes de la promulgación de la Constitución en 1978 a través de la Ley de Amnistía de 1977.

No cabe duda de que el ejercicio del derecho de gracia, acordando indultos a favor de los condenados por los órganos jurisdiccionales, choca frontalmente con la función que sólo a éstos corresponde de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. ¿Cuál puede ser, pues, el fundamento de esta institución arcaica y retrógrada que perdura en el tiempo? La respuesta no es fácil, porque el Rey ha pasado a tener un carácter simbólico, en el marco, no ya de un Estado de poderes concentrado, como en tiempos de la monarquía absoluta, en el que era la cabeza de todos los poderes, sino de un Estado moderno estructurado sobre la base de la división de poderes, y en el que el ejercicio del ‘ius puniendi’ (derecho a penar o sancionar) a través de la elaboración de las pertinentes leyes penales corresponde al poder legislativo, y su aplicación al poder judicial.

Hoy es difícilmente explicable la atribución de un derecho de gracia al Rey, que en realidad ejerce el Gobierno, cuando el Rey ya no tiene la titularidad del poder judicial, sino que la Constitución lo atribuye al pueblo, por más que se administre en nombre del Rey (art. 117.1 CE).

En cualquier caso, el derecho de gracia no puede ser entendido hoy como expresión de un poder de discrecionalidad plena del poder ejecutivo, como antaño, sino que su uso debe ser racional, que aleje toda sombra de arbitrariedad, proscrita en el art. 9.3 de la CE y, desde luego, sería necesario contar cuanto antes con una adecuada política de indultos que evitara excesos en este ámbito. Podría pensarse su aplicación, por ejemplo, para evitar una pena injusta, por ser cruel o desproporcionada, o por derivar de un error judicial, aunque estas penas, actualmente, están prohibidas en la Constitución, y los códigos penales modernos cuentan actualmente con mecanismos suficientes para evitar penas injustas (a través de la aplicación de atenuantes, de la suspensión de la ejecución de penas, de la aplicación de alternativas a la prisión, de la libertad condicional, etc.), y los posibles errores judiciales tienen su remedio judicial a través de un amplio sistema de recursos.

En fin, aunque el reconocimiento del indulto es una realidad indiscutible, no cabe duda que el requisito de la racionalidad es imprescindible para su correcto ejercicio, por más que, a mi juicio, suponga una institución retrógrada y arcaica, que supone una clara injerencia del poder ejecutivo en el judicial, y de la que no debería abusar el Gobierno, por quedar extramuros de su función. Institución prohibida, por cierto, en la bicentenaria Constitución de 1812, al señalar en su art. 243 que “ni las Cortes ni el Rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes, ni mandar abrir los juicios fenecidos”.

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