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El Estado Fouché; por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado en excedencia

21/02/2013
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El día 21 de febrero de 2013, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Javier Gómez de Liaño, en el cual el autor opina que quienes espiaron y sus encubridores deben responder de lo que hicieron.

EL ESTADO FOUCHÉ

A los presentes efectos y, por tanto, sin pretensiones de que la definición figure en un tratado de filosofía política, llamo Estado Fouché, o Estado Policía, al régimen donde la intimidad se viola con técnica más inmoral y repugnante que legal y ética y tiene como responsables no sólo a delincuentes comunes y mercaderes de confidencias sino también a políticos de medio pelo y funcionarios pertenecientes a los denominados servicios de inteligencia, aunque no sea cerebro, precisamente, lo que les sobre.

Comenzando por los últimos, somos muchos los que admitimos y hasta preconizamos que el Estado debe ser respaldado por eso de la seguridad del ídem, pero en igual número sabemos también que no es aceptable bajar el listón de los derechos de los ciudadanos hasta las mismas lindes del infierno y que falsa es la idea, expresada por no pocos, de que al Estado todo le está permitido. La última razón para el delito no asiste a nadie y la razón de Estado jamás puede servir de excusa para el crimen.

El saber de los demás, o, si se prefiere, espiar a los otros, estuvo siempre a la orden del día y ha sido una de las armas políticas utilizadas con mayor eficacia. Para Voltaire, la pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano y para fomentarla y potenciarla se recurre a fisgar las vidas y milagros ajenos en alas a un sádico impulso: el de esclavizar a tus semejantes a cambio de amenazas, temores e infundios. Sin duda que este método es eficaz a determinados perversos objetivos, pero no lo es menos que esa prostituida actividad no debe suponerse conveniente a ningún fin.

Si hay algo fuera de discusión es que el derecho a la intimidad personal y familiar y al secreto de las comunicaciones -artículo 18 de la Constitución- pertenece a la categoría de los “fundamentales” porque afectan directamente a la dignidad de la persona, eje central de nuestro orden político y paz social. La esfera íntima es la más inefable y genuina del sujeto -incluso “sagrada”, se dice- y por lo mismo, la más objetivamente necesitada de protección frente a cualquier agresión. No se olvide que para interceptar una conversación telefónica o la correspondencia de alguien, es necesario que un juez lo autorice. Como dijo la sentencia del 26 de mayo de 1999 -la de las “escuchas ilegales” del entonces CESID, hoy CNI-, “la Constitución quiso que un ciudadano pueda dirigir a otro palabras de amor o de política, o incluso poner en su conocimiento que piensa sacar al perro, sin ser arbitrariamente fiscalizado (...)”

Por lo que hemos conocido recientemente, en España sigue habiendo espías privados y públicos, pero, en cualquier caso, auténticos delincuentes, que han desbordado todas las lindes, incluso las señaladas por los maquiavelos más frívolos y de mayores tragaderas. Está demostrado que ciertas prácticas delictivas de tiempos que creíamos idos y superados aún siguen vivas y que hay gente que empujada por taras profundamente complejas ha perdido la cordura y va camino de entender el delito como un deporte. De esta triste y siniestra pujanza constituye claro ejemplo el descubrimiento de que una agencia de detectives, indiciariamente por encargo de los dirigentes de un partido político, en contra de sus voluntades grabaron las conversaciones entre la presidenta regional del partido rival y una mujer ex amante del hijo de quien fue presidente de la Generalitat, mientras ambas almorzaban en un restaurante de Barcelona. Al parecer, otras fechorías de iguales características como la anterior se han perpetrado con personas del mundo de la empresa, del Derecho y hasta del deporte. Si se tratase de encontrar alguna explicación, la única que se me ocurre es la demencia manifiesta de una tropa de delincuentes que piensa que se puede ir por la vida arrasando los derechos del prójimo o chantajeando a los demás, lo que, por otra parte, es muestra inequívoca de muy viciosos y deformados sentimientos.

Que los políticos se espíen unos a otros y que en España, a tenor de las crónicas, se pinchen las conversaciones de banqueros, periodistas, jueces, abogados y hasta futbolistas es muy vergonzoso, aunque aquí, últimamente, no se avergüencen más que los que todavía tienen capacidad para la vergüenza, entre los que incluyo a esos políticos que han censurado con brío la gravedad de los comportamientos de estos individuos de cloacas y albañales de pseudoestados o paraestados, empeñados en convertir al Estado de Derecho en un inmenso vertedero. Son maestros en el arte de aniquilar a sus rivales, artistas en la ciencia del exterminio de sus opositores y doctores en el saqueo de la intimidad de sus adversarios. Recuérdese que en el lenguaje de la calle, de quien sabe ilegítimamente los secretos de otro, se dice que “lo tiene en sus manos”.

LAS PRIMERAS investigaciones acreditan que todo se estaba cociendo desde hacía años y, sin embargo, ni la Policía ni otros cuerpos de seguridad actuaron. ¿Lo ignoraban? ¿Miraron hacia otro sitio o estaban en el ajo? Hago notar que la repugnancia por los ataques a la intimidad y su difusión sólo cede al pasmo por la impunidad de sus autores y cómplices intelectuales y morales. A ver si va a ocurrir aquello que Séneca pronostica en su ensayo Sobre la clemencia, que “lo peor del encubrimiento es que no es posible dar marcha atrás porque los crímenes han de taparse con nuevos crímenes”.

Quienes espiaron a Fulano, Mengano, Zutano y Perengano deben responder de lo que hicieron. Y lo mismo sus encubridores. Pido que la ley se aplique. Esa ley ya existe y nadie tiene que inventársela. Se llama Código Penal. Para más señas, los artículos 197 y siguientes castigan la vulneración de estos derechos cuando se lesionan, bien mediante “el apoderamiento de papeles, cartas o mensajes de correo electrónico”, bien mediante la “interceptación de las telecomunicaciones o el empleo de artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o reproducción del sonido o de la imagen”.

Confiemos en que pronto sepamos qué es lo que ha ocurrido, quién o quiénes son los responsables y que el Ministerio Fiscal, si encuentra motivos, que sin duda los hay, logre sentarlos en el banquillo de los acusados para ejemplo y tranquilidad de millones de españoles atónitos y demasiado pacientes ante la bajeza moral de los autores y de sus asalariados que actúan sin más ley que la de ellos mismos y se apropian de los derechos y libertades de los demás para ponerlos al servicio de sus exclusivos y espurios intereses.

En la introducción de su obra Fouché, el genio tenebroso, Stefan Zweig escribe de quien fue titular del Ministerio de Policía de Francia y se considera el fundador del espionaje moderno, que era “miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza de reptil, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto y amoral”. De este jacobino radical, capaz de llevar a la guillotina al mismísimo Robespierre, el propio Napoleón llegó a decir que si la traición tuviera nombre, ese sería Joseph Fouché, Duque de Otranto.

No podemos aceptar que fouchés de nuevo cuño campen por sus respetos en esta España de nuestros pecados. Encerremos bajo siete llaves y para siempre ese obsesivo entusiasmo de algunos por lo que comienza llamándose juego de espías y termina con el más apropiado de guerra sucia.

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