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La política con mayúsculas. En pos del rearme moral; por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

04/02/2013
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El día 3 de febrero de 2013, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Pedro González-Trevijano, en el cual el autor considera que hemos de dar un paso adelante y reclamar, por ineludible, una Política con mayúsculas y una regeneración de la vida pública.

LA POLÍTICA CON MAYÚSCULAS. EN POS DEL REARME MORAL

Vivimos inmersos desde hace demasiado tiempo en una profunda y severísima crisis, que se extiende inexorablemente sobre la totalidad de la ciudadanía, y que provoca una más que comprensible desazón personal y hasta un desaliento colectivo, cuando no una devastadora postración general y un melancólico abatimiento nacional. La crisis no es solamente económica, por más que una tasa de desempleo sonrojante nos haga centrarnos en unos inasumibles niveles de desempleo. Hay mucho de crisis de valores y de principios, como atestigua la lacra de la corrupción política (utilización indebida de fondos públicos, contrataciones amañadas, indigno tráfico de influencias, sobornos varios y cohechos propios o impropios, reprochables conductas en irresponsables consejos de administración, defraudaciones fiscales, comisiones indiferenciadas...) en una sociedad autocomplaciente, hedonista y diletante. Hay mucho de crisis del vigente modelo económico y productivo. Hay mucho de crisis de calidad democrática del sistema, de nuestras instituciones. Hay mucho de crisis de un marco político que violenta el saludable sistema de “checks and balances”. Hay mucho de crisis de un modelo territorial que requiere, primero, de lealtad autonómica ( bundestrue), y después, de un reforzamiento de las políticas de colaboración, coordinación, cooperación, eficacia y eficiencia entre el Estado y las comunidades autónomas. En fin, hay mucho de crisis de la mismísima política.

La política es hoy una actividad peligrosamente desprestigiada por parte de unos ciudadanos que asisten disgustados, cuando no desconfiados o, lo que es aún más pernicioso, desafectos, por el mejorable hacer de sus representantes políticos. Unos representantes que, lejos de gobernar, se han transformado en muchas ocasiones en arbitristas que satisfacen los intereses mayoritaria o exclusivamente de los suyos, mientras ignoran, postergan o desprecian los de los demás. Unos representantes incapaces de consensuar las indispensables políticas de Estado en materias que deberían disfrutar de respaldo mayoritario y gozar de estabilidad (modelo territorial de Estado, educación, política exterior, sanidad o extranjería). Unos representantes ocupados y preocupados en demasía en dar cumplida satisfacción a políticas endogámicas alejadas de las cuestiones que realmente ocupan y preocupan a la ciudadanía “Mala tempora currunt”, malos tiempos corren, en suma, para la política y para la clase política nacional. Por más que, si hemos de ser honestos, la desilusión y el desapego no son exclusivos de estas tierras, sino que se extienden como una imparable mancha de aceite por el resto de Estados europeos. ¿Dónde están los Adenauer, De Gasperi, De Gaulle, Churchill...? ¿Dónde encontramos a generosos y comprometidos estadistas que anhelen gobernar para todos los españoles? ¿Habremos de dar la razón a Francis Bacon, filósofo y político, Lord Canciller de Inglaterra, cuando afirmaba descorazonadamente que “los hombres políticos están triplemente sometidos al soberano de su Estado -¡hoy diríamos que a ase Minotauro todopoderoso que son los partidos!-, a la fama y a los negocios?”.

A pesar de todo, hemos de dar un paso adelante y reclamar, por ineludible, una Política con mayúsculas y una regeneración de la vida pública. Nada hay más insensato ni estúpido que el desinterés y el ninguneo ciudadano por la política y por lo público. De aquí la imperiosa necesidad de la incorporación a la política de los mejores. Pero, dicho esto, ¿cómo abordamos tan desafiante reto? ¿Cómo articulamos la impostergable regeneración? Vayan de entrada unas justas precisiones. Primera: la actividad política, en tanto que dimensión social del hombre, es esencial a la condición humana. El hombre es, como afirmaba ya Aristóteles, un “zoon politikon”, un animal que vive y es en su relación con los demás. Segunda: la democracia carece de alternativa. Ponerla en entredicho conduce a las peores pesadillas autoritarias y totalitarias del pasado. No hay disyuntiva moral al lincolniano “government of the people, by the people and for the people”; de aquí, y a pesar de sus insatisfacciones, la certeza de las palabras de Winston Churchill: “La democracia es el peor de los regímenes, excluidos todos los demás”. Tercera: sólo los necios y los países que desean suicidarse demonizan sus instituciones. Estas han de saber ganarse la legitimidad de ejercicio, pero nada hay más aventurado que desvalorizar frívolamente las instituciones. Tras su indiscriminada defenestración, la historia nos enseña la peor cara del populismo. Lo advertía Goethe: “El pueblo nunca advierte la presencia del diablo, aun cuando lo tenga ya cogido por el pescuezo”. Cuarta: la política es, de esta suerte, imprescindible. Y quinta: a pesar de excesos y malos ejemplos, la mayoría de la clase política nacional, autonómica y local es honesta.

Así las cosas, la política y sus hacedores, especialmente nuestra clase política, pero también la propia ciudadanía, hemos de rearmarnos moralmente, poniendo coto a la mala administración, la incompetencia y la corrupción. Un rearme que tiene una doble dimensión. En primer término, una éticaindividual, erigida sobre el imperativo kantiano de cada uno de establecer una conducta que pueda servir de ejemplo referencial para los demás. Esto es, el regreso al buen orden racional y moral: el forjado sobre la decencia, la honradez, la integridad, el esfuerzo, la solidaridad y el respeto al otro. Pero también de un modelo que enturbia y dificulta la regeneración, y que requiere ya, y sin tapujos, de una éticasocial. Hablamos de la exagerada profesionalización de la política; de la comprensible sensación de inseguridad jurídica; de la escasa utilidad de las comisiones de investigación parlamentarias; de unos partidos políticos que, en la peor expresión de la partitocracia, han asaltado literalmente en muchas ocasiones las instituciones, mientras ignoran los mecanismos de democratización interna; de un modelo de financiación de los partidos desbordado; de la ausencia y debilidad de controles... Hablamos de una ética de los valores. De no ser así, acabaremos dando la razón al irónico Caro Baroja: “Se pueden encontrar grandes semejanzas entre las brujas antiguas y los políticos modernos... Si hoy existiera la pena de hoguera, los políticos serían los más sujetos a ella”. Aunque... no seamos ni cínicos ni injustos: el rearme moral compete a todos: la ciudadanía y su clase política. ¡Que así sea!

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