DEL CAPITOLIO AL REICHSTAG
La festiva inauguración del segundo mandato de Barack Obama ha ofrecido un fuerte contraste con la celebración un día después en Berlín del cincuenta aniversario del Tratado del Eliseo, una conmemoración fría y acartonada. Obama pronunció en las escaleras del Capitolio uno de sus mejores discursos, tras jurar sobre las Biblias que sostenía su mujer. Proyectó a nuestro tiempo los valores de la Declaración de Independencia de 1776, alabó la capacidad de reinvención de Estados Unidos y apeló a su generación para que su país siga encarnando el sueño de las posibilidades ilimitadas. Explicó de modo magistral por qué el individualismo no es suficiente para fortalecer la democracia y, sobre todo, dibujó un futuro de esperanza, que deje a un lado las consignas partidistas, el populismo y los privilegios de unos pocos. Beyoncé y James Taylor cantaron ante la multitud congregada, en una fiesta que combinó llaneza y solemnidad, con bailes hasta entrada la noche.
Esta potencia del símbolo, sin apariencia artificial, es algo imposible de encontrar en Europa. En la efeméride berlinesa se comprobó una vez más cómo el pacto franco-alemán ya no es motor de integración. No evoca ni tan siquiera la Europa de las patrias con la que De Gaulle quería preservar su concepto de soberanía. Por buenas relaciones personales que haya entre Merkel y Hollande, sin actualizar los objetivos comunes de medio siglo atrás, la Unión ve como se distiende la fibra y envejece. Las horas compartidas escuchando la dulce música de la Filarmónica de Berlín no evitan los desencuentros de los dos gobiernos en cuestiones centrales como la moneda común o la seguridad y la defensa. Mientras David Cameron se ata al mástil del referéndum de salida de la Unión, el europeísmo, el mejor invento continental del siglo XX, necesita ser reformulado para unir países y personas. La distancia entre el Capitolio y el Reichstag no debería seguir aumentando