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  • EDICIÓN DE 25/01/2013
 
 

Javier De Lucas y María José Añón

Sobre resistencia, ciudadanía y democracia

25/01/2013
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Los movimientos sociales de protesta que arrancaron en 2011 con las reuniones y manifestaciones del denominado Movimiento 15-M (los indignados) en Madrid y Barcelona, se extendieron a otras ciudades españolas y europeas y pasaron las fronteras de los continentes. Así, directamente vinculado a ellos aparece el movimiento Ocuppy, primero en Wall Street y luego en diferentes ciudades de los EEUU. Y, por supuesto, tiene rasgos en común con ese fenómeno (básicamente la importancia de las redes sociales con base en nuevas tecnologías: internet, teléfonos móviles, blogs, etc.) la ola de resistencia civil que alcanza el status de revoluciones democráticas en buena parte de los países árabes y que expresamente invocan ese precedente, por ejemplo los y las blogueros/as en Túnez y Egipto .
Aun reconociendo la importancia que tiene en el movimiento 15-M y los ocuppy la discusión sobre el vínculo social y político y la necesidad de recuperar la raíz de la democracia, parece difícil dejar de reconocer el salto cualitativo que se produce en España a partir de la iniciativa de la Plataforma En pie!, en junio de 2012, que se plantea una acción de ocupación de la sede del Congreso de los Diputados, previa a la disolución de las Cortes y el comienzo de un nuevo proceso constituyente. Esa iniciativa da lugar a una importante discusión en las redes sociales, en la que participa el movimiento 15-M, la plataforma Democracia ya! y otras y que da lugar al movimiento 25-S. (…)

Los autores pertenecen al Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 32 (noviembre 2012)

I. INTRODUCCIÓN: SOBRE LA OLA DE RESISTENCIA E INDIGNACIÓN. EL EJEMPLO DEL MOVIMIENTO 25-S

Los movimientos sociales de protesta que arrancaron en 2011 con las reuniones y manifestaciones del denominado Movimiento 15-M (los indignados) en Madrid y Barcelona, se extendieron a otras ciudades españolas y europeas y pasaron las fronteras de los continentes. Así, directamente vinculado a ellos aparece el movimiento Ocuppy, primero en Wall Street y luego en diferentes ciudades de los EEUU. Y, por supuesto, tiene rasgos en común con ese fenómeno (básicamente la importancia de las redes sociales con base en nuevas tecnologías: internet, teléfonos móviles, blogs, etc.) la ola de resistencia civil que alcanza el status de revoluciones democráticas en buena parte de los países árabes y que expresamente invocan ese precedente, por ejemplo los y las blogueros/as en Túnez y Egipto.

Aun reconociendo la importancia que tiene en el movimiento 15-M y los ocuppy la discusión sobre el vínculo social y político y la necesidad de recuperar la raíz de la democracia, parece difícil dejar de reconocer el salto cualitativo que se produce en España a partir de la iniciativa de la Plataforma En pie!, en junio de 2012, que se plantea una acción de ocupación de la sede del Congreso de los Diputados, previa a la disolución de las Cortes y el comienzo de un nuevo proceso constituyente. Esa iniciativa da lugar a una importante discusión en las redes sociales, en la que participa el movimiento 15-M, la plataforma Democracia ya! y otras y que da lugar al movimiento 25-S. Así, después de un intenso debate interno acerca de los objetivos y estrategia, se plantea finalmente una acción clásica de desobediencia civil, consistente en rodear pacíficamente el Congreso de los Diputados para manifestar su disconformidad con unos mecanismos de representación alejados de los intereses y necesidades de la población, particularmente evidentes en las políticas de gestión de la crisis, pero también para exigir una transformación de las instituciones y reglas de juego, lo que supone en cierto modo un proceso constituyente. Esa exigencia de democracia real es paralela a la denuncia de lo que Pisarello y Asens, denominan “proceso destituyente de la restauración borbónica”.

La repercusión mediática de las manifestaciones del 25, 26 y 29 de septiembre de 2012 y de la violenta respuesta policial el primer día, ocupó las primeras páginas de la prensa internacional y también encabezó los informativos de radio y TV. Un nuevo escenario para un viejo debate: ¿qué capacidad de disidencia debe ser capaz de albergar la democracia? En un contexto de crisis y, sobre todo, de políticas de gestión de la crisis que pone al descubierto agudamente las limitaciones de buena parte de las instituciones propias de una democracia representativa (partidos políticos, sindicatos, etc.) que cada vez parecen alejarse más del pueblo, ¿tiene sentido reivindicar el derecho de resistencia como parte de una concepción activa de la ciudadanía y de la democracia? ¿Acaso no son antitéticos ambas nociones, derecho de resistencia y democracia? ¿De qué hablamos al utilizar la expresión “derecho de resistencia”?

II. SOBRE EL CONCEPTO DE DERECHO DE RESISTENCIA

Un examen del origen y evolución histórica del derecho de resistencia nos alerta sobre una primera consideración que, a nuestro juicio, es imprescindible tener en cuenta para tratar de evitar la confusión frecuente acerca de la cuestión. En efecto, lo primero que salta a la vista es que, lejos de un concepto unívoco, la expresión “derecho de resistencia” se nos presenta en realidad dotada de un carácter polisémico.

Este derecho fue concebido en su origen como un derecho subjetivo, una facultad de los individuos (incluso en su condición de súbditos, es decir, sin necesidad de que hablemos de democracias) que les habilita para oponerse legítimamente al mandato del poder cuando lo consideran ilegítimo, lo que implica aceptar la tesis de que hay normas a las que todo poder debe someterse. Es el ejemplo clásico de Antígona, que se opone al mandato de Creonte porque considera que viola leyes superiores (agrafoi nomoi), leyes de la naturaleza (o leyes divinas) que prevalecen sobre los mandatos del soberano, hasta el punto de que si éstos las contradicen se convierten en ilegítimos, y con ello pierden su fuerza de obligar, es decir, conceden al individuo el derecho –incluso el deber– de desobedecer, de resistir. En realidad, la actitud de Antígona se aproxima más a lo que contemporáneamente se ha denominado “desobediencia civil” y hoy la mayoría de las manifestaciones que podríamos relacionar con el derecho de resistencia son más bien ejemplos de desobediencia civil.

Pero también formaría parte ese derecho de una concepción más general de la política, una constante histórica al menos desde la Edad Media, tal y como lo explica por ejemplo Alf Ross, que subraya cómo esto implica la idea básica de la existencia de un contrato entre el pueblo, o, mejor, cada uno de los individuos, y la autoridad. Ese contrato, a su vez, puede ser entendido según una de dos concepciones contrapuestas: “Para una, el contrato implica una transferencia irrevocable, incondicionada y más o menos completa del poder político al príncipe (traslatio imperii); para la otra, sólo importaba una delegación, limitada y condicional, del poder que debía ser ejercido y administrado en nombre del pueblo (concessio imperii)”. La segunda es la que desembocará en la formulación de un auténtico derecho de resistencia, como derecho primario, que justificaría incluso el asesinato del príncipe (el tiranicidio) si este es ilegítimo o actúa de forma gravemente ilegítima, razones por la que el príncipe se convierte en tirano, tal y como formularan los teóricos de ese derecho en el siglo XVI que conocemos como “monarcómacos”, que configuran “la formulación clásica del ius resistendi”. Formulación que encontrará su más depurada expresión teórica en Althusius (Política methodice digesta, 1603), y una de sus plasmaciones históricas (prácticas) en el Placaat neerlandés de 1591, con la que se inicia la rebelión de las Provincias Unidas contra España.

El derecho de resistencia como impugnación de la legitimidad del poder establecido y, por tanto, de la fuerza de obligar de sus mandatos, renacerá con los movimientos revolucionarios del XVIII, en particular las revoluciones americana y francesa, que harán posible la reformulación formal de ese derecho hasta conseguir lo que podemos considerar como su “constitucionalización”, que se concreta sobre todo en cinco artículos de la Constitución francesa de 1793 (en particular el artículo 35), más aún que en la Declaración de derechos del 89 (cuyo artículo 2 dispone: “Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l’homme. Ces droits sont la liberté, la propriété, la súreté et la résistance á l’oppression”).

Este segundo punto de inflexión del derecho de resistencia, pues, es el que permitiría formular la democracia en términos de la tradición de “insurgencia”, que renace con las dos revoluciones del XVIII marcadas por el ideal ilustrado de emancipación y en la tesis liberal de Locke que le conduce a enunciar ese derecho como básico (en términos de un verdadero appeal to Heaven, que inspira los preámbulos de la declaración de independencia de 1776 y de buena parte de las Constituciones como la de Pensylvania o Virginia). Y es en ese sentido, a nuestro juicio, como lo propone de nuevo Balibar, para quien “Insurrección... sería el nombre general para una práctica democrática que construye la ciudadanía universal. Se puede hablar de una lucha permanente en la dirección de la democratización de las instituciones existentes”.

La cuestión que se plantea hoy, ante la profundidad de la que fuera en su inicio crisis financiera y ha devenido en crisis social es si el descontento, incluso la indignación, que se extiende en relación con la calidad democrática de nuestras sociedades no es una buena razón para pensar, por así decirlo, en un nuevo punto de inflexión del derecho de resistencia: ¿Tiene sentido hoy recuperar la noción de derecho de resistencia? ¿Bastaría con el recurso a la desobediencia civil? ¿Acaso no deberíamos explorar la conexión con la impugnación más radical, la que es propia de la revolución y se expresa, pues, inevitablemente, en clave de conflicto bélico?

Esta es, por cierto, una de las líneas de análisis más polémicas e interesantes y particularmente relevantes en lo que se refiere a la justicia transicional. Como hemos recordado anteriormente, la legitimidad del derecho básico a la resistencia es particularmente evidente cuando nos encontramos ante regímenes desprovistos de legitimidad de origen y de ejercicio, esto es, las dictaduras, los regímenes totalitarios. En ese caso, el derecho de resistencia encuentra como expresión más clara la facultad de confrontar radicalmente al poder establecido, que no puede ser reformado para reconducirlo a la legitimidad, sino que debe ser sustituido y ello implica, las más de las veces, un conflicto armado, una revolución.

Dicho de otra manera, la población civil, los agentes sociales, tienen así un derecho de resistencia fuerte, como ha sido explicado por una tradición clásica en filosofía política. Un derecho que abocaría a un supuesto que puede y debe ser claramente diferenciado de las teorías de la guerra justa, puesto que el enemigo contra el que se entra en guerra en aras del derecho a resistir no es en este caso un Estado invasor o agresor, sino el poder del propio Estado que, por su ilegitimidad de ejercicio (que no necesariamente de origen), no sólo ha perdido la razón de justificación del deber de obediencia a sus mandatos, sino que genera ese derecho radical de resistencia que se expresa a través de la fuerza armada y aboca al conflicto bélico (que no necesariamente comporta guerra civil), con mucha frecuencia a través de formas de insurgencia entre las que la guerrilla es la más común.

Por todo eso, es interesante recordar el precedente de la democracia clásica en lo que se refiere a la necesidad de que, en democracia, exista el recurso a la eisangelía, esto es, la capacidad de llevar a juicio (y, con ello, resistir) las decisiones corruptas, incompetentes, abusivas del poder. Y con ello no estamos haciendo referencia ni prioritaria ni exclusivamente a la forma ortodoxa de entender ese topos de la arquitectura democrática que es la separación del poder, el sistema de check and balances, por utilizar la referencia a la tradición de los EEUU de Norteamérica. En efecto, aunque el ejercicio del recurso al control del poder por los tribunales no es habitualmente incluido como manifestación del derecho de resistencia, sí que lo es en su acepción más radical y original, precisamente aquella según la cual los ciudadanos son los sujetos mismos de la democracia y justamente por eso tienen el derecho y el deber de resistir en el sentido pristino del término: permanecer en su ser, como origen y fuente del poder legítimo –de la soberanía popular– y llegar hasta el final, lo que quiere decir no ya aguantar pasivamente para durar, sino agotar toda posibilidad de corregir el ejercicio del poder con el que se sientan en desacuerdo.

Llegados a este punto debemos plantearnos una vexata quaestio de la desobediencia civil y del derecho de resistencia: ¿constituye esta vía un prius que debe agotarse antes de dar el paso a la utilización de la fuerza? En nuestra opinión, la respuesta debe ser forzosamente afirmativa. Y la razón parece evidente: en esta manifestación de la resistencia lo que se pretende es recuperar la legitimidad vulnerada, y no impugnar a radice el poder establecido. Es importante retener que hablamos de regímenes que cuentan con los requisitos mínimos para que se hable de democracia, en el sentido institucional o formal. En otro caso, se impone el appeal to heaven y aparece en toda su legitimidad el recurso al derecho de resistencia como empleo justo de la fuerza.

... (Resto del artículo) ...

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