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¿Por qué cambiar algo que funciona?; por Fernando Rey Martínez; catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid

28/11/2012
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El día 28 de noviembre de 2012, se ha publicado en diario el País, un artículo de Fernando Rey Martínez, en el cual el autor defiende que el Estado autonómico es el mejor modelo para España.

¿POR QUÉ CAMBIAR ALGO QUE FUNCIONA?

Para cada problema complejo hay una solución sencilla y equivocada; yo propondré la mía. La tesis que sostengo es minoritaria y provocadora: el Estado autonómico es el mejor modelo posible para España. Si no se ha enfadado y ha decidido seguir leyendo, explicaré por qué. En este momento, se está produciendo un choque frontal de trenes entre la tesis que invita, para ahorrar costes, corrupciones y abusos, a abolir o fragilizar el Estado autonómico para regresar a un hipotético modelo unitario, y la idea radicalmente contraria, que reclama huidas hacia adelante del modelo, hasta la eventual independencia de Cataluña (o del País Vasco, o de otros). La derrota electoral de CiU ha pospuesto, pero no resuelto, el problema. Este debate político trae causa de una devastadora crisis económica: algunos defienden más Estado central para ahorrar o gastar mejor (convirtiendo a las autonomías en culpables de la crisis); otros la ruptura del Estado porque consideran que son víctimas de un expolio fiscal: el conejo de la independencia ha salido de la chistera de la petición de concierto fiscal, es decir, de la aspiración catalana al privilegiado régimen fiscal vasco y navarro. Frente a estas dos tesis, se intenta abrir paso una tercera vía conciliadora: la federal. El desconcierto y la desorientación son mayúsculos.

La mayor dificultad proviene del hecho de que todas las tesis en litigio contienen algo de verdad, pero no toda la verdad: para gastar mejor, hace falta recentralizar ciertas competencias (más Estado central); hace falta adaptar de verdad la organización estatal al modelo autonómico (menos Estado central y, sobre todo, mejor colocación de las entidades locales en el puzzle estatal y autonómico); hace falta reconocer mejor las diferencias de algunos territorios (más asimetría); hace falta asegurar los mecanismos de colaboración entre territorios y la solidaridad en tiempos de crisis (más simetría); hace falta gastar mejor el dinero público, redimensionando todas las instituciones públicas. La cuestión es: ¿cómo alcanzar un equilibrio razonable entre tantos objetivos contrapuestos?

En primer lugar, ¿es el federalismo la solución? Yo no lo creo. Hay que comenzar advirtiendo una confusión conceptual: cuando en España se habla de “Estado federal” casi todo el mundo cree que estamos hablando de más autonomía y menos Estado central, casi como una suerte de último grado de descentralización antes de la independencia. Pero esto no es verdad. España ya tiene más descentralización que la mayoría de Estados federales. Por otro lado, el corazón del federalismo es la unidad entre territorios diferentes (no la separación) y la igualdad (al menos formal) entre ellos. Y aquí lo que se discute en Cataluña es más autogobierno y más diferencia con el resto del país, justo lo contrario de lo que supone el federalismo. El carácter nugatorio del extraño “concepto español de federalismo” se muestra en que da igual cómo nos llamemos (estado federal o autonómico) porque la cuestión crítica pendiente en ambos casos es cómo nos repartamos el dinero entre los territorios. That’s the point.

El tránsito de un Estado autonómico a un Estado federal sería técnicamente complejo; habría que repensar todo el marco competencial, que tan trabajosamente hemos ido cincelando. Además, crear un nivel estatal de administración de justicia propio para cada nuevo Estado, coexistente con el federal, no parece una buena idea.

En un hipotético Estado federal español, Cataluña y País Vasco serían Estados, con una Constitución propia (y no ya un Estatuto de Autonomía). Esto tendría un enorme potencial simbólico y acaso podría servir para embridar la apetencia de singularización. Pero el dibujo autonómico del país no está preparado para un modelo federal; probablemente habría que reducir comunidades, agrupando territorios (lo cual se me antoja imposible). Y, sobre todo, si las actuales comunidades pasaran a ser Estados federados, solo un ingenuo podría pensar que las reivindicaciones nacionalistas catalanas, vascas, gallegas, etcétera, cesarían. La asimetría es un problema sin solución. En cierto sentido, el nacionalismo político es la expresión contable del sentimiento de diferencia. La palabra “federal” procede de la latina foedus, que significa “alianza” o “pacto” entre varias personas pero de un modo distinto a un “contrato”: una relación “federal” es la creada por un grupo de personas que se ponen de acuerdo para formar un nuevo cuerpo, fundado en la buena fe de sus integrantes y sin perder sus respectivas identidades, la “libertad federal” (Lincoln comparaba el Estado federal a un matrimonio -tenía, ciertamente, una visión optimista del matrimonio-), mientras que un contrato se caracteriza por el cumplimiento estricto por las partes de sus respectivas obligaciones. Podríamos crear un Estado federal, pero es evidente que en España ni tenemos ni cabe esperar cualquier atisbo de “espíritu o lealtad federal”.

Yo reivindico el modelo autonómico, que, con excesos y errores, ha sido, en lo sustancial, exitoso en el pasado: ha servido para mejorar los servicios públicos y para redistribuir la renta entre regiones ricas y pobres. Ahora bien, hay que distinguir el Estado autonómico como procedimiento y como resultado. Yo suscribo el modelo autonómico como procedimiento, no en su resultado actual. Me explicaré. El Estado autonómico como procedimiento es un método, abierto en el tiempo, para adoptar acuerdos entre actores políticos y territorios. Se trata de un modelo original (es una aportación genuinamente española), tremendamente elástico porque lo permite casi todo: tanto la devolución de competencias al Estado central como profundizar en el autogobierno autonómico; avanzar en la homogeneización territorial y también favorecer la asimetría de algunos territorios. Es un modelo que, frente a la rigidez del Estado federal una vez establecido, permite alcanzar con flexibilidad los acuerdos razonables entre principios contradictorios de los que antes hablaba. El Estado autonómico como procedimiento no coagula en ningún momento la política territorial, sino que permite encauzarla.

Evidentemente, ese procedimiento de adopción de acuerdos permite concluir diversos resultados. Hemos tenido Estado autonómico más de 30 años pero con diferentes rostros. El actual está en cuestión y debe revisarse en profundidad. Primero, porque la organización territorial estatal y local no está bien ajustada al modelo autonómico. Tras los sucesivos cambios, hemos ido amontonando instituciones sin ordenar el proceso (por ejemplo, la superposición entre la Administración autonómica periférica y las diputaciones provinciales o la sobredimensionada estructura del Gobierno central). Segunda, porque la tramitación del Estatut por parte de las instituciones centrales ha atendido torpemente la singularidad catalana en sus aspectos simbólicos. Tercero, porque la crisis económica ha mostrado la necesidad de racionalizar las instituciones centrales y las autonómicas, empezando por los Parlamentos, con una actividad legislativa cada vez menor, y siguiendo por las demás. Cuarto, porque urge encontrar mejores soluciones a la colaboración entre autonomías; en ese contexto se enmarca la siempre pendiente reforma del Senado.

Pero la clave de la crisis institucional no está en el modelo, que es aceptable (más aún: seguramente, el único que podríamos tener en España), sino en la incapacidad de los actores políticos de alcanzar resultados razonables en el momento actual. Alguien podrá objetarme: bueno, dado que hay que hacer una profunda reforma de la actual situación, ¿qué diferencia aporta de verdad este planteamiento? Primero, creo que es importante valorar el modelo que tenemos porque su crítica se funda en percepciones erróneas que solo sirven para deslegitimar las instituciones en un momento de profundo desprestigio de la Constitución y de vómito ciudadano de la política “oficial”. Los responsables políticos están desorientados y paralizados. Sin embargo, defender las instituciones es defender la democracia. Segundo, hay que reconocer que la criticada apertura de nuestro modelo territorial es, precisamente, su mayor fortaleza. Somos como somos. El Estado autonómico irá siendo como lo decidan los actores políticos del momento. Y la asimetría es, junto con su contrario, el dinamismo homogeneizador, un factor estructural del modelo, que nadie se engañe. De todos modos, las tensiones territoriales se dan en todo el mundo, no solo aquí. Tercero, ciertamente, es preciso emprender una profunda reforma de todas las instituciones, de calado constitucional y no solo legal. Y esta reforma requiere el mayor consenso posible. Vivimos un momento constituyente, lo asuman o no nuestros representantes políticos. Pero de entre todas las cosas pendientes de cambio, quizá sea el modelo autonómico como procedimiento lo único que no haya que cambiar.

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