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Cambio de modelo; por Tomás de la Quadra Salcedo, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III

27/11/2012
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El día 24 de noviembre de 2012, se ha publicado en el diario El País, un artículo de Tomás de la Quadra Salcedo, en el cual el autor afirma que solucionar hoy el debate territorial no parece nada fácil por la contraposición de posiciones entre quienes han puesto inopinadamente sobre la mesa la cuestión de la independencia y quienes consideran inútil el Estado autonómico. El autor recomienda el libro Informe sobre España. (Repensar el Estado o destruirlo), de Santiago Muñoz Machado, porque aporta muchas luces y ayuda a comprender el problema.

CAMBIO DE MODELO

Solucionar hoy el debate territorial no parece nada fácil por la contraposición de posiciones entre quienes han puesto inopinadamente sobre la mesa la cuestión de la independencia, aunque sea bajo el equívoco lema de pedir “un nuevo Estado de la Unión Europea”, y quienes consideran inútil el Estado autonómico (y reclaman incluso la vuelta a un Estado unitario). En medio, quienes reclaman una puesta al día del modelo actual o incluso quienes pretenden un cambio radical o un Estado federal.

Repentinamente, para unos, las comunidades autónomas son las responsables de la crisis económica, obviando la responsabilidad fundamental de las entidades financieras; para otros, no son tampoco la solución a los anhelos independentistas, que parecería que habrían estado auto-reprimidos y en silencio durante treinta y cinco años.

El libro Informe sobre España. (Repensar el Estado o destruirlo), de Santiago Muñoz Machado, aporta muchas luces y ayuda a comprender el problema. El primero, la necesidad de repensar el Estado si no queremos destruirlo. Para hacerlo es preciso conocer la lógica del modelo territorial que, entre todos, creamos en 1978, con sus antecedentes y modelos comparados.

Para muchos lectores, sin embargo, el debate tiene connotaciones legales y constitucionales que no facilitan su comprensión. Incluso por términos, como el de Estado federal, que no siempre son claros ni siquiera para expertos. Para empezar, con ese nombre existen innumerables modelos, aunque su rasgo común predominante deba consistir en que ni el centro ni las entidades estatales o subestatales detenten todo el poder, sino que exista un reparto de poder cuantitativa y cualitativamente importante entre ellas.

Pues bien, uno de los méritos del Informe sobre España consiste en explicar los rasgos del Estado autonómico en un lenguaje asequible para el lector no especialista, permitiendo así entender los retos de futuro que se plantean, como ocurre a lo largo de sus 11 capítulos y del epílogo final, incluso en un par de capítulos algo más especializados.

El autor juzga con severidad el modelo autonómico y el título VIII de la Constitución, que considera “un desastre sin paliativos”; juicio que comporta, creo, en su radicalidad, una cierta exageración, puesto que ha servido, de hecho, para acompañar el devenir de la democracia española hasta hace algunos años sin mayores sobresaltos, respecto de los de otros Estados de corte federal. Las frecuentes reformas del modelo federal alemán y los problemas que pretendían solucionar ponen de relieve cómo ningún sistema descentralizado nace perfecto. Tampoco nació perfecto el modelo americano, que tiene la suerte de contar con un Tribunal Supremo que, él mismo y al margen de las enmiendas constitucionales, ha ido produciendo las adaptaciones que los tiempos demandaban.

En todo caso, la severidad del juicio tiene la virtud de un aldabonazo. Saca a algunos del ensueño de contemplar el modelo de 1978 como una obra maestra que fuese imposible retocar y nos obliga a ir constatando los defectos que se han ido haciendo visibles, se coincida o no con el diagnóstico de sus causas. Sea por el defecto original del “principio dispositivo”, como parece sostener el autor, o sea por la necesidad de adaptación que toda obra humana precisa, lo cierto es que hay que coincidir en que el edificio necesita reformas o una radical reconstrucción de algunos aspectos sustanciales. Pero eso, en la vida política y en la historia, no es algo excepcional, sino que forma parte de las dificultades de adentrarse en una operación -la descentralización en vivo y sin anestesia de un Estado unitario- de la que ni los políticos ni el pueblo tenían suficientes experiencias previas, ni las había comparadas. Muy oportuno resulta recordar el modelo regional de la Segunda República, sus antecedentes y los problemas a los que el mismo dio lugar, así como su influencia en la nueva Constitución.

Enorme interés tiene el análisis de los hechos diferenciales, que es evidente que existen en la realidad de nuestro país, cuya traducción en el sistema constitucional y legal presenta grandes dificultades, pues no pueden suponer privilegios para nadie. Por ello, comprobar que el régimen de concierto/cupo para los territorios históricos (País Vasco y Navarra) implica, en la forma como se ha aplicado, una más que defectuosa aportación a la solidaridad del conjunto pone en entredicho el entero sistema de contribución a la solidaridad. Eso explica la insistencia del Gobierno de CiU en el pacto fiscal, por más que de ese sistema singular de concierto, y de su aplicación por el cupo, todos sean responsables, puesto que todos aceptaron darle amparo en la Constitución. No es, por tanto, una cuestión que pueda ahora echarse en cara a “Madrid” desde el nacionalismo catalán, pues él mismo fue parte del consenso sobre ese régimen peculiar.

El autor trata en el capítulo V (‘¿Los hechos diferenciales existen? La cuestión fiscal’) esos aspectos desde la perspectiva de Cataluña y parece proclive a buscar alguna solución, si bien nos recuerda que no puede encontrarse por la vía de una reforma estatutaria contra la Constitución, como la que se intentó con el Estatuto de 2006, sino modificando la propia Constitución. El límite es que no puede haber especialidades para Cataluña que impliquen privilegios, como recuerda el libro. Pero sin privilegios -que es más que dudoso que, incluso en Cataluña, sean queridos en cuanto tales privilegios- no creo que nada impida que la indispensable contribución a la solidaridad se ajuste a reglas y principios racionales y generales que pudieran tener rango constitucional: el principio de ordinalidad, el de esfuerzo fiscal similar en función de las respectivas situaciones o el principio de un reparto justo de las inversiones entre los distintos territorios. Tales principios, que ya estaban en el Estatuto de Cataluña de 2006, han quedado desactivados en buena medida por la Sentencia del Tribunal Constitucional. Y con toda razón, porque no son los estatutos, sino la Constitución, el lugar idóneo para decidir cómo tienen que ordenarse estos temas que afectan a todos. Pero la pasada incorporación de tales principios en un texto inadecuado ni les quita el valor que acreditan ni la eventual oportunidad de reconocerlos en la norma correspondiente.

Sostiene el autor que no es el pacto fiscal propuesto por el Gobierno de CiU el instrumento que remedie los problemas de que se quejan en Cataluña. Sin embargo, se cuida de dejar claro que ese juicio negativo sobre el pacto fiscal no impide reconocer que las sucesivas reformas de la financiación autonómica que han tratado de mejorar la financiación de Cataluña -aceptadas, en todo caso, por los Gobiernos de Cataluña- no han dado solución al “fondo de la queja del Gobierno y el Parlamento de Cataluña (que) es muy serio y no puede despreciarse, abandonar su resolución o echarlo en saco roto”.

Sobre las competencias aborda con rigor la imposibilidad del intento de modificarlas en contra de la Constitución a través de los estatutos. Se percibe que el autor es favorable a considerar que el balance práctico del reparto y ejercicio real de las competencias ha favorecido a las autonomías en perjuicio del Estado frente a lo que se suele decir desde éstas. En todo caso, el complicado reparto constitucional de las mismas es, en buena medida, la causa de todo ello. Habría que modificarlo, pero en esa modificación el criterio no puede ser el de caminar sólo en la dirección única de una mayor descentralización. En el libro se exponen algunos modelos, especialmente el alemán, que nadie duda en tomar como paradigma de descentralización, donde se ve cómo las mayores competencias de los Lander en relación con las de nuestras autonomías conviven también con mayores competencias de la Federación en relación con las de nuestro país. En esa línea se indica que la definición de los tipos de competencias -exclusivas, compartidas, etcétera- de nuestra Constitución precisan de una puesta a punto terminológica y sustancial para evitar la logomaquia en que se ha caído; una puesta al día que debería dar a cada uno lo suyo con criterios racionales. Desde luego, también se aborda la cuestión de algunos excesos organizativos (proliferación de instituciones, organismos, cargos, etcétera) que incide en la desafección que muestran las encuestas hacia el Estado autonómico. Tales excesos, por indispensable que sea acabar con ellos, no deberían considerarse connaturales con el Estado de las autonomías y deberían ser corregidos sin necesidad de llamar al exterminio del modelo territorial en sí mismo.

El libro trata de evitar, creo, propuestas radicales al afirmar que “una cosa es reorganizar el sistema y racionalizarlo y otra desconocer que las comunidades autónomas también han traído ventajas democráticas y un mejor conocimiento de los problemas territoriales”. Las duras críticas que se hacen al modelo actual son compatibles con la voluntad que se detecta de abrir un abanico de soluciones racionales y funcionales para el futuro. El autor no pretende tanto imponer alguna, aunque puedan presumirse sus preferencias, como abrir posibilidades, siempre que sean coherentes con una idea de descentralización de inspiración federal, contra la que previene por los equívocos del término.

En fin, no puede dejar de recordarse el epílogo (“para inmovilistas, reformistas y separatistas”) sobre la situación actual. Merece destacarse la afirmación de que “sería muy conveniente que los arreglos necesarios se concretaran en una reforma constitucional porque es la única manera de fijar y estabilizar las nuevas soluciones”; reforma para la que no descarta “los formulismos del Estado federal”. En relación con una eventual concepción asimétrica de las autonomías, que reconociera la singularidad del País Vasco y Cataluña, manifiesta lo fácil que hubiera sido reconocer hechos diferenciales directamente en la Constitución de 1978.

Todo ello nos sitúa en el corazón del debate actual y del inmediato, y menos inmediato, futuro. El libro es una guía muy necesaria para transitar por él.

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