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Qué cambiar, qué mantener; por José Ignacio Torreblanca, Profesor en la UNED y miembro del Círculo Cívico de Opinión

21/11/2012
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El día 21 de noviembre de 2012, se ha publicado en el diario El País, un artículo de José Ignacio Torreblanca, en el cual el autor considera que más que negarse a una consulta, Gobierno y oposición deberían plantearse cómo construir una opción de permanencia en España que fuera atractiva para una amplia mayoría de ciudadanos de Cataluña .

QUÉ CAMBIAR, QUÉ MANTENER

Un país que se enfrente a circunstancias extraordinarias puede considerar que los procedimientos existentes no son adecuados o resultan insuficientes para resolver los problemas a los que se enfrenta. De ahí que sea legítimo plantearse la cuestión de qué normas o instituciones debe cambiar y, a la vez, cuáles debe preservar. El equilibrio entre estos dos extremos es de todo menos fácil. Por un lado, el peligro de cambiar las reglas del juego bajo la presión de la necesidad y la urgencia es degradar el valor de esas normas y la confianza de la gente en ellas. Pues si las normas se suspenden o se cambian en situaciones críticas, ¿para qué están entonces? Pero por otro lado, debemos considerar hasta qué punto debemos ser flexibles y aceptar entablar una discusión sobre qué normas y qué procedimientos debemos modificar, incluidas aquellas de rango constitucional. Lo hemos hecho, recordemos, en el contexto de esta crisis (al introducir los límites al déficit en el texto constitucional) con el fin de asegurar nuestra supervivencia económica. No hay pues ninguna razón para que no podamos hacerlo para asegurar nuestra supervivencia política.

Todo esto viene al caso del debate abierto en torno a la posible realización de una consulta independentista en Cataluña. Pues al igual que el fin no justifica los medios y en modo alguno se debería aceptar que la legalidad constitucional fuera violentada unilateralmente, también es cierto que considerar materialmente imposibles fines como la secesión cualesquiera que sean los procedimientos que se utilicen para llegar a ellos carece igualmente de sentido y constituye un elemento deslegitimador del sistema político.

No dejaría de resultar paradójico que un país como España, que ha llevado a cabo un proceso de transición considerado generalmente modélico en cuanto a su capacidad de invertir de forma pacífica un marco político autoritario y trocarlo en democrático sin llevar a cabo una ruptura desde el punto de vista legal, se encontrara ahora en una situación en la que su rigidez constitucional le abocara a un conflicto de legitimidades entre el marco jurídico-legal (la Constitución) y un nuevo marco político que, de forma pacífica y mayoritaria, abogara desde Cataluña por realizar una consulta en torno a la independencia. Porque esa es la situación que se viene configurando en los últimos meses, el de un escenario en el que se enfrentaran dos legitimidades, la formal-constitucional, que prohíbe tanto los referendos unilaterales como la secesión de una parte del territorio, y una legitimidad democrática surgida del pronunciamiento mayoritario de los representantes electos o, posteriormente, de una mayoría relevante de la población catalana.

Desactivar el choque de trenes entre esas dos legitimidades es imperativo pues de él nadie saldrá ganando, ni en Cataluña, ni en el resto de España, ni en Europa. Volvamos pues la mirada sobre el reformismo que evitó un gran desgarro en la España de los años setenta ya que sigue siendo un buen modelo para resolver los problemas del futuro. Si los constituyentes de 1978 dotaron a España de una Constitución sumamente rígida fue más por miedo a una involución democrática y por la necesidad de preservar los delicados equilibrios políticos, sociales y territoriales en los que se asentó la transición que por un desprecio de la flexibilidad y el reformismo, que está en su código genético. Claramente, las mejores décadas de nuestra historia han venido de la mano de un reformismo continuado y de la construcción de puentes entre ideologías y territorios, no de la ruptura. España es una sociedad plural y a la vez plurinacional, donde como demuestran reiteradamente los procesos electorales celebrados en Cataluña y el País Vasco, el juego político es un tira y afloja entre minorías que son lo suficientemente amplias como para tener que ser incluidas o, por lo menos, no marginadas, y mayorías que normalmente son demasiado exiguas y transitorias como para gobernar de forma hegemónica o cambiar unilateralmente el marco jurídico-político. Pese a las transformaciones cruciales que ha experimentado España en estos últimos treinta años, esa doble pluralidad sigue estando ahí y ejerciendo un papel moderador. No mostrar ahora la flexibilidad y la voluntad de diálogo y compromiso que se mostró entonces sería una traición a ese espíritu que animó el retorno de la democracia a España.

Como muestran los casos de Quebec o Escocia, que nada obligue a un Estado a tomar en cuenta las aspiraciones secesionistas de un territorio (pues ni en el derecho internacional existe, más allá de los casos de descolonización, un derecho a la autodeterminación ni es preceptivo que una constitución democrática incluya el derecho a la secesión) no significa que una comunidad política pueda soslayar indefinidamente la toma en consideración de la voluntad de una parte de la población de separarse del Estado, si esta existiere, y de hacerlo mediante un proceso democrático.

A fecha de hoy, los catalanes son ciudadanos de una democracia occidental que, a su vez, es miembro de la Unión Europea y del Consejo de Europa por lo que automáticamente gozan del máximo nivel y protección de derechos políticos, económicos y sociales existentes en el mundo. Es pues a los independentistas a los que corresponde valorar cuál sería el coste de una secesión unilateral y no pactada que no fuera acompañada de un acuerdo con un Estado, el español, que es miembro de la UE. Por eso, aunque para cualquier Gobierno español, hacer de un bloqueo de la adhesión de una Cataluña independiente una cuestión de principio o blandir este como amenaza no es una posición razonable, tampoco le puede ser exigible que se pliegue sin más a convalidar internacionalmente una secesión no pactada constitucionalmente. Pero al igual que el fin no justifica los medios ni los partidarios de la independencia pueden pretender sin más saltarse el marco legal existente, una comunidad debe disponer de medios con los que resolver conflictos acerca de los fines últimos de su pacto social. Por eso, mientras que los sentimientos de identidad y pertenencia a la nación son inconmensurables y no pueden negociarse ni dividirse, los procedimientos sí que lo son.

Las próximas elecciones catalanas confirmarán hasta qué punto los ciudadanos de esa comunidad validan con su voto la idea de recorrer el camino hasta la independencia mediante una consulta soberanista. Aceptar esa consulta, aun a riesgo de perderla, es mejor que rechazar de plano su mera posibilidad. Ello no solo invalidaría la estrategia victimista y deslegitimadora de la que hacen gala muchos independentistas, sino que permitiría al Gobierno recuperar la iniciativa, tanto en lo referido a las negociaciones de los aspectos sustantivos (Estatuto, concierto fiscal, etcétera) como en lo referido a los procedimientos pues el Estado, una vez aceptada la consulta, sí que tendría toda la legitimidad, vía las Cortes Generales, para decidir acerca de los plazos y, sobre todo, la formulación de la pregunta o preguntas y, a posteriori, la gestión de sus consecuencias legales o constitucionales.

Por eso, al igual que el Estado no puede rechazar indefinidamente la celebración de una consulta soberanista, siquiera como posibilidad, tampoco debería aceptarla sin más. Esa consulta tendría que estar situada dentro de un proceso, una “hoja de ruta” donde, idealmente, esta se produjera solo al final, como instrumento ratificador de un acuerdo o, eventualmente, de un fracaso. Eso abriría la oportunidad de comenzar a pensar en cómo podrían los partidarios de la unidad ganar esa consulta, cuestión a la que entre prohibiciones, amenazas y descalificaciones, ni el Gobierno, ni la oposición, ni la opinión pública parecen haber dedicado mucho tiempo. Porque si resulta que en su fuero íntimo, el Gobierno, la oposición y la mayoría de la sociedad española están convencidos de que no disponen de argumento de peso u oferta política o económica alguna que pudiera inclinar la balanza del lado de la permanencia en España en caso de una eventual consulta, entonces el escenario al que nos enfrentamos es mucho peor de lo que imaginamos ya que, ciertamente, iríamos a ese choque de trenes entre las dos legitimidades. Por ello, más que negarse a una consulta, Gobierno y oposición deberían plantearse cómo construir una opción de permanencia en España que fuera atractiva para una amplia mayoría de ciudadanos de Cataluña y que, en tanto en cuanto resolviera los mismos problemas a un coste menor y con un beneficio mayor, permitiera acreditar y ameritar la permanencia como una opción de mayor valor que la secesión.

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