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  • EDICIÓN DE 20/08/2012
 
 

Miguel Herrero de Miñón

Notas sobre el derecho al paisaje como derecho entrañable (la emergencia de una categoría constitucional)

20/08/2012
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“Unas gotas de fenomenología” –la expresión es de Ortega, puesto que de Ortega vamos a partir–. ¿Qué se entiende por paisaje? Según el Diccionario de la Real Academia Española, “la porción de terreno considerada en su aspecto artístico”. Se trata de una definición muy simple, y que, a primera vista, remite, sin más, a una cosa: la porción de terreno. Pero que, examinada detenidamente, introduce un elemento intencional: “considerada en su aspecto…”; esto es, de determinada manera. Ello nos lleva a examinar la noción de paisaje con mayor profundidad y resultan, a mi entender, iluminadoras las páginas que Ortega dedicara a la cuestión al poner en boca de Concepción Arenal las siguientes palabras: “Desengáñese Vd., con los paisajes ocurre lo que en las posadas de aldea. Cuando llega el viajero y pregunta a la posadera ¿Qué hay de comer? la posadera contesta “señor, lo que Vd. traiga. Pues esto es el paisaje, lo que cada uno trae”. (. . .)

Miguel Herrero de Miñón es Consejero Permanente de Estado y Académico de Número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 30 (junio 2012)

I. “UNAS GOTAS DE FENOMENOLOGÍA” 

“Unas gotas de fenomenología” –la expresión es de Ortega, puesto que de Ortega vamos a partir–. ¿Qué se entiende por paisaje? Según el Diccionario de la Real Academia Española, “la porción de terreno considerada en su aspecto artístico”. Se trata de una definición muy simple, y que, a primera vista, remite, sin más, a una cosa: la porción de terreno. Pero que, examinada detenidamente, introduce un elemento intencional: “considerada en su aspecto...”; esto es, de determinada manera. Ello nos lleva a examinar la noción de paisaje con mayor profundidad y resultan, a mi entender, iluminadoras las páginas que Ortega dedicara a la cuestión al poner en boca de Concepción Arenal las siguientes palabras: “Desengáñese Vd., con los paisajes ocurre lo que en las posadas de aldea. Cuando llega el viajero y pregunta a la posadera ¿Qué hay de comer? la posadera contesta “señor, lo que Vd. traiga. Pues esto es el paisaje, lo que cada uno trae”.

Ahora bien esta noción de paisaje remite a la idea, no menos orteguiana, de perspectiva. Una idea en torno a la cual han corrido ríos de tinta que cabe reducir a la tesis siguiente: la vida humana consiste en el dialogo interactivo del cuerpo y su circunstancia, puesto que si el yo es el yo en su circunstancia, una circunstancia que lo condiciona hasta conformarlo, la circunstancia no es un escenario objetivo y único en el que el hombre se inserta, sino que, en no menor medida, está conformada por el yo. La circunstancia está constituida por el yo a su propia medida. El paisaje, dirá Ortega, es “aquello del mundo que existe realmente para cada individuo”, “es su realidad, es su vida misma”. La perspectiva no sustituye a la realidad, pero la identifica, a la vez que el sujeto se identifica por ella.

Por eso se ha dicho con razón que sin la contemplación humana el paisaje no existiría. No hay color sin el aparato ocular adecuado para contemplarlo. Pero sería un grave error reducir esa contemplación a la recepción pasiva de imágenes, excitantes, tal vez, del placer estético. No sólo no hay paisaje sin la contemplación del hombre, sino que no hay paisaje sin el hacer del hombre. La dehesa y la huerta son buenos ejemplos de ello, por no hablar del jardín en cuanto hortus conclusus y, en consecuencia, nada mas desafortunado que distinguir entre paisajes urbanos y naturales, como si los primeros fueran sólo obra humana y los segundos se dieran al margen de la historia del hombre. Porque, en efecto, ya Aristóteles distinguió dos maneras de entender lo que viejos escolásticos y más recientes fenomenólogos denominaron la intentio Una puramente intelectual y otra cordial. Pero la filosofía existencial ha puesto de manifiesto que, al decir de Heidegger, solo “se piensa con las manos” y el paisaje resulta de esta acción. Si no hay puente que lo cruce, no hay río, concluirá el filósofo. Adelantando lo que constituye el núcleo del presente trabajo no puedo dejar de traer a colación la definición que del paisaje dio nuestro Tribunal Constitucional en la Sentencia 102/1995, de 26 de junio: el paisaje no es solo una realidad objetiva, sino un modo de mirar, distinto en cada época y cada cultura.

El mismo Heidegger ha dejado elocuente testimonio de ello en su conferencia-ensayo titulada ¿Qué es la técnica?, al comparar el Rhin, idealizado por Höldering, concebido como fuente de energía hidráulica o valorado como lugar de vacaciones por una agencia turística. Sin duda, ese pensar manual termina modificando físicamente el propio río que ya no será el mismo canalizado en saltos de agua o infestado de turistas. Pero es que el propio curso de agua, físicamente igual a sí mismo, contemplado desde las diferentes perspectivas del poeta, el ingeniero y el hombre de negocios suponía ya paisajes muy distintos. Y no es menos evidente que el hombre de negocios, el ingeniero y el poeta, sumidos en la activa contemplación del río para utilizarlo de una u otra manera se autoidentificaban de manera diferente, hasta el punto de que quien sólo ve el río como susceptible de explotación económica no se identifica con y por él, sino con el beneficio del que el río es mero instrumento.

En términos rigurosos, ello supone una relación noético-noemática propia de la existencia humana en la que ambos polos, el noema contemplado y la acción de contemplar, la intentio, se configuran recíprocamente en una relación que, por ser vital, esta siempre carga de afectividad. No se trata de una porción de terreno cualquiera sino de una porción especialmente valorada y por ello singularizada y no fungible con otra, aunque tuviera la misma extensión y, eventualmente, el mismo precio. La porción de terreno a la que se refería el Diccionario de la Real Academia es el noema debidamente configurado por la contemplación o noesis y otro tanto ocurre con el sujeto de la contemplación.

Las bellas artes y en especial la literatura, como glosa de la pintura (ut pintura poesis), han dado abundante testimonio del paisaje así entendido como han recogido y analizado desde Sánchez de Muniain, en una temprana tesis doctoral, hasta las más recientes y autorizadas antologías en la materia. No hay mejor ejemplo de ello que las propias páginas de Ortega para identificar los caracteres del paisaje así concebido.

Aficionado a recorrer Castilla, el pensador se asoma un día al gran balcón natural que es el recinto semiamurallado de Medinaceli y se identifica con el autor del poema del Cid, “el arcaico poeta que llegó cien veces, sin duda, a un alto desde el cual se otea el ancho valle cerrado al norte por la sierra de Miedes” y piensa que, en aquel entonces, la ciudad de Medinaceli era “próximamente el límite de la España reconquistada”. Ortega contempla desde allí Atienza y las ruinas de sus todavía temibles fortificaciones, “castillo puesto sobre una peña como un terrible pico de águila” y, en visión retrospectiva que se funde con la imaginada en el “arcaico poeta”, recuerda que “Atienza se hallaba todavía en poder de los moros y el poeta castellano tornaba a Medina llevando una visión amarga en su corazón y cuando en su poema habla de Atienza dice Atienza, las torres que moros han... Es decir de mi paisaje hay un trozo, esa torre allá al fondo, que alguien me ha quitado... Y al oír la amarga alusión, de Medina y Sigüenza saltan los mozos armados sobre sus caballos serranos, con sus lanzas y sus espadas donde el sol refulgía y llenos de iracundia recobraban para su paisaje aquel trozo robado”. Y concluye Ortega señalando que de tales entusiasmos “esta tejido el tapiz inmenso de los patriotismos”, para inmediatamente afirmar, nada menos, que “si Cajal se hizo biólogo fue por notar que en los libros de biología no había nombres españoles”.

... (Resto del artículo) ...

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