El laboratorio escocés
Dentro de un año Escocia celebrará su referéndum sobre su eventual independencia. La fecha de septiembre de 2013 ha sido ofrecida por el primer ministro, el conservador David Cameron, quien decidió tomar la iniciativa en este crucial asunto y propuso en enero de 2012 facilitar la consulta popular escocesa, para que la pregunta fuera muy clara e impecablemente legal. El órdago, inspirado tal vez en el exitoso precedente canadiense, ha descolocado a los nacionalistas escoceses, que desde 2011 disfrutan de mayoría absoluta en su región. Por un lado, celebran que se les reconozca su derecho a decidir, basado en el hecho de que el Reino Unido es un estado multinacional. Pero, por otro, en el fondo se encuentran incómodos ante tanta amabilidad desde el número 10 de Downing Street y tamaña insistencia en el respeto a la legalidad.
Las importantes declaraciones de José Manuel Barroso, presidente de la Comisión, advirtiendo que una región escindida de un Estado miembro y convertida en nuevo Estado, quedaría fuera de la Unión Europea y debería ponerse a la cola de la ampliación, han acabado de poner nerviosos a los seguidores del Alex Salmond, premier de Escocia, hasta ahora considerado un hábil negociador.
Es una situación no exenta de ironía: buena parte del partido conservador desearía que su país saliese de la Unión Europea, pero la participación del Reino Unido en la integración europea fortalece su unidad. De este modo, la decisión existencial de romper lo que Gordon Brown y David Cameron han descrito como el más exitoso estado multinacional que el mundo jamás ha conocido tiene no pocas contraindicaciones para el votante escocés medio, en un contexto de crisis económica y de incertidumbres globales. Una c osa era la descentralización, iniciada por Tony Blair en 1997, a partir de un referéndum en Escocia, y otra muy distinta es extremar un proceso en el que casi todos los implicados pierden.