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Un jardín umbrío; por Ramón Trillo Torres, Magistrado emérito del Tribunal Supremo

21/09/2012
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El día 21 de septiembre de 2012, se ha publicado en el diario ABC, se ha publicado un artículo de Ramón Trillo Torres, en el cual el autor afirma que el texto de la comisión nombrada por el Ministerio de Justicia para la reforma del régimen jurídico del Consejo General del Poder Judicial es un óptimo punto de apoyo para iniciar la carrera de un sólido debate ajeno a los lugares comunes, en el que sería bueno que no veamos dar escandalizados alaridos de indignación a aquellos mismos que han sido coautores y cómplices necesarios en que la institución no siempre haya transitado con suficiente intensidad por la senda que le marca la Constitución.

UN JARDÍN UMBRÍO

Como “un viejo jardín abandonado, un Jardín Umbrío” cubierto con “el largo murmullo de las hojas secas” (Valle Inclán), el paladar dialéctico de los españoles en torno a la cosa pública tiende a alimentarse casi en exclusiva con los secos ecos de las palabras que expresan meras adjetivaciones descalificadoras sobre las personas y posiciones ideológicas de los contendientes, sin que el rozar de la mente en esta umbría produzca más raciocinio que mortecinos brillos de ampulosos y omnicomprensivos lugares comunes, productos de una irreflexiva y con frecuencia borreguil corrección política, manantial de fluidos mentales inanes que, en decir del soneto LXVI de Shakespeare, producen el cansancio

Ante esta situación tan deprimente con que percibe una parte de los españoles la actividad de los políticos, quisiera yo aquí dar fachada a un texto que puede ser fructífero mantillo para que una zona central del Jardín Umbrío se vea desembarazada del exceso de hojarasca que le impide lucir en su más jugoso y eficaz esplendor.

Los constituyentes de 1978, en su mayoría juristas y por eso con adquirida aptitud para catar el buen apresto del paño judicial, mantuvieron sustancialmente la permanencia del sistema que España se había dado para la Justicia en una ley liberal del año 1870, pero, preocupados por hacer más visible la independencia de los jueces respecto del poder político que se concentra en el Ejecutivo, promovieron la innovación de crear el Consejo General del Poder Judicial con la finalidad de privar al Gobierno de potestades sobre el estatuto de los jueces que pudiesen empañar la visión pura de su plena independencia.

Así nació el órgano constitucional y así lo configuró la Constitución en sus trazos definidores: sería presidido por el presidente del Tribunal Supremo, lo formarían doce jueces elegidos por sus pares y ocho juristas de reconocida competencia designados por las Cámaras parlamentarias, tendría un mandato de cinco años y sus competencias serían las de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario de los jueces y magistrados.

Este prístino, elegante y sencillo aparejo constitucional pronto recibió el turbión que a los ojos de la ciudadanía y de los propios jueces lo politizó en el peor sentido de la palabra, con impulso, sin duda, de los políticos, que llevados de su natural instinto de poder no renunciaron a intentar introducirse en ese territorio que la Constitución les había vedado, intento cuyo logro les fue abierto por unas protagonistas asociaciones judiciales en exceso vinculadas a los dos principales partidos políticos de España y unos jueces que en su calidad de vocales no dudaron, a partir del segundo Consejo, en aceptar acríticamente que su exclusiva competencia para nombrar al presidente del Tribunal Supremo, que habría de presidir también el Consejo, fuese mediatizada por el poder político de turno.

El áspero manoseo al que desde el principio fue sometido, la errónea megalomanía sobre sí mismo en la que conceptualmente se asentó, su burocratización elefantiásica, una legislación orgánica no siempre acertada y, en fin, un Tribunal Constitucional que en sentencia de remordida conciencia dio por buena tan solo seis años después de promulgada la Constitución una interpretación sobre la forma de elegir a los vocales del turno de jueces que jamás había estado en la mente de los constituyentes, han originado una visión hereje del Consejo, de modo que, habiendo nacido para ser contrafuerte y sólido florón que hiciera visible a la percepción pública el valor independencia judicial, ha caminado siendo apreciado por la ciudadanía como uno de los elementos que más claramente exponen el defecto de esta virtud.

Por eso la satisfacción de vislumbrar un intento de reforma cuyo punto de partida ha sido el trabajo de una comisión presidida por un magistrado del Tribunal Supremo, que ha hecho aflorar un texto que por supuesto ha de ser objetado en debate público, pero en el que ya desde ahora mismo habitan las virtudes de la buena gramática, la claridad y la sencillez formal para hacer presente la complejidad conceptual que en él se desarrolla, la que a su vez ostenta como soporte sustancial en todo su recorrido la lucidez del retorno a una limpia lectura de la Constitución, en cierto modo a la manera en que cuando el cristianismo intenta purificarse de costras mundanas, postula siempre el remedio de la vuelta a una lectura honesta y plena del Evangelio.

Desde mi punto de vista, la exposición de motivos del texto ofrecido por la comisión tiene la simetría y proporción de una fachada de Palladio: en ella se dicen con las justas y precisas palabras, sin adjetivos vanos, las razones de fondo de los trascendentales cambios legislativos que se propugnan, de modo que a quien quiera oponerle las suyas discordantes se le pone en la para algunos inalcanzable tesitura de no limitarse a adjetivar, sino de aportar sustantivos argumentos.

El sentido profundo de lo que implica un sistema constitucional, en el que se inserta como clave de garantía final el poder de los jueces, observado como acontecimiento no vinculado estrictamente al interés profesional de estos, sino a la ordenada satisfacción de un interés general de la nación, da respuesta con profundidad en la exposición que comento a la propuesta de raer aquellas competencias que el Consejo ha ido asumiendo y que, desdibujándolo, lo han alejado de los estrictos términos en que sobre el particular se pronuncia la norma constitucional. Se apunta así a una tendencia desburocratizadora, en la que no es el órgano el que crea la función, sino que, por el contrario, es esta la fuerza motriz delimitada por el propio constituyente, que genera a su vez el saludable y económico resultado de que se considere ociosa una dedicación exclusiva de los vocales del Consejo, en absoluto justificada desde el punto de vista de la carga laboral a asumir, generadora para los vocales jueces de un alejamiento de la cotidianidad judicial y que, por otra parte, dificulta el nombramiento a niveles de excelencia de los vocales no jueces.

Son muchos los aspectos que se tocan en el texto, alguno de ellos visto en tono dramático por el mundo político, como es el caso del proyecto de supresión de la elección parlamentaria de los vocales jueces, siendo otros contundente respuesta a algún fracaso estrepitoso, como lo ha sido en tiempo casi presente la ruptura por el actual Consejo de la muy razonable y respetada Convención -que el proyecto pretende convertir en ley- de que la Presidencia del Tribunal Supremo -que lleva aneja la función de presidir el Consejo- recaiga en un magistrado de dicho Tribunal o en un jurista de manifiesta eminencia, como lo fue en su día Antonio Hernández Gil.

Es tiempo y hay clamor para que renovemos el quehacer y estructura de nuestras instituciones, algunas de ellas con un tiempo histórico de vida corto, pero que ya ofrecen una cierta sensación de fallidas: el texto de la comisión nombrada por el Ministerio de Justicia para la reforma del régimen jurídico del Consejo General del Poder Judicial es un óptimo punto de apoyo para iniciar la carrera de un sólido debate ajeno a los lugares comunes, en el que sería bueno que no veamos dar escandalizados alaridos de indignación a aquellos mismos que han sido coautores y cómplices necesarios en que la institución no siempre haya transitado con suficiente intensidad por la senda que le marca la Constitución.

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