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Aquellos días de 1812; por Manuel Ramírez, Catedrático de Derecho Político

29/08/2012
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El día 29 de agosto de 2012, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Manuel Ramírez, en el cual el autor opina que la Constitución de 1812 sirvió de aspiración para todo el posterior pensamiento liberal, con el balance de nuestro siglo XIX, siempre cualificado por el continuo enfrentamiento entre conservadores y liberales.

AQUELLOS DÍAS DE 1812

Antes de abordar algunos párrafos referidos al bicentenario que estamos celebrando, permítame el lector una anécdota que no es nada baladí. La oí contar a uno de mis maestros, el profesor Luis Sánchez Agesta. Contaba don Luis que, en una de sus habituales estancias veraniegas en su Granada natal, se enteró de que el eminente estudioso Cristóbal Dawson se encontraba de visita en dicha ciudad. Pensó que debía saludarle y prestarle cualquier libro o documento para sus ratos libres. Y así lo hizo. La respuesta de Dawson le resultó un tanto sorprendente: que le subiera al hotel cuanto tuviera nuevo sobre las Cortes de Cádiz y la Constitución de ellas salida. Y añadió: “1812 es una de las fechas europeas de España”. Así iba a ser. Pero la gran Constitución sumaba a la novedad del texto el insólito hecho de que su gestación se había realizado durante la guerra de nuestro país contra la invasión de la Francia napoleónica y del impuesto José Bonaparte.

En efecto, en la bonita iglesia gaditana de San Felipe Neri habían ido concentrándose, poco a poco, los discrepantes con la invasión napoleónica. En la Corte quedaban quienes posiblemente no tenían otro remedio, que pasaron a ser denominados como “afrancesados”. Aunque conviene reconocer que, como los reunidos en Cádiz estaban fuertemente influidos por los principios surgidos de la Revolución Francesa, venían a ser “afrancesados ideológicos”. El empeño de nuestros primeros diputados era doble: redactar un texto que pusiera fin a los privilegios del Antiguo Régimen y, a la vez y tras denigrar al francés, defender la legitimidad del destronado Fernando VII. En realidad, la victoria final se debió a la heroicidad de los “guerrilleros” (palabra que se exporta). El mismo Napoleón así lo reconoce en Santa Elena: “Esta guarra desgraciada me ha destruido”. Era la primera gran derrota en los planes del Emperador y sobre ella pondrían sus ojos los países europeos. Escribió así Javier Conde: “El partisano de la guerrilla española de 1808 fue el primero que se atrevió a luchar irregularmente contra los primeros ejércitos modernos regulares. En otoño de dicho año, Napoleón había vencido al ejército regular español; la verdadera guerrilla española únicamente comenzó después de la derrota del ejército”, mediante la guerra partisana, poco estudiada científicamente.

Pero en el hemiciclo de las Cortes aparecieron bien pronto dos claras tendencias. La de quienes aspiraban únicamente a moverse a favor del regreso de Fernando (conservadores, realistas o “persas”) y la de quienes querían ir más allá, aboliendo privilegios (liberales). Estos últimos utilizaron mejores tácticas en sus intervenciones y la mayor elocuencia de sus jefes (Argüelles, Muñoz Torrero, Toreno) y, sobre todo, esgrimieron el falso argumento para “calmar” a los conservadores: se trataba solamente de “restablecer antiguas leyes de nuestros antepasados” posteriormente dañadas. Se trató de la llamada “gran coartada histórica”. Todo era propio de nuestro pasado y nada se debía a Francia, ese país que ya en el “Catecismo civil y breve compendio de las obligaciones del español (...) y explicación de su enemigo” estaba integrado por “herejes nuevos, víctimas de la falsa filosofía y la libertad de sus perversas costumbres”, dirigidos por “un señor infinitamente malo y codicioso, principio de todos los males y fin de todos los bienes; es el compendio y depósito de todos los vicios y calamidades”.

Con esta coartada, se pudo ultimar la Constitución el 19 de marzo de 1812. Nacía “La Pepa”, entregada y aprobada por la misma Regencia. “¡Viva la Pepa!”, se gritó por doquier.

Y en ella se legaban para el futuro tres principios fundamentales. Al condensarlos hemos de recordar el espíritu propio del liberalismo de la primera hora, diferente al posterior liberalismo doctrinario. Se habla y legisla solemnemente y, sobre todo, para siempre. Lo que venga tendría que someterse a lo que entonces se aprueba.

En primer lugar, la soberanía nacional. Dice así el artículo tercero: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. La soberanía regia queda descartada. En este punto encontramos la mayor cesión de los liberales, que pretendían añadir una frase que también dijera “como derecho a adoptar la forma de gobierno que más le convenga”. Por ahí no pasaron los acérrimos partidarios de la monarquía fernandina.

En segundo lugar, la misma libertad. La regula, ante todo, el artículo cuarto: “La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. Por primera vez, la regulación jurídica de la naciente burguesía. Otros artículos del texto protegen, además, la seguridad jurídica, la legalidad del impuesto y la libertad de expresión de pensamiento (algo que daría pie a la opinión pública). Y entre las obligaciones no faltaron “el respetar las autoridades establecidas” y “la defensa de la Patria”. Y,en tercer lugar, la división de poderes. Queda justificada en el mismo Discurso: “El examen y la experiencia de todos los siglos han demostrado hasta la evidencia que no puede haber libertad ni seguridad, y por lo mismo justicia ni prosperidad en un Estado en donde el ejercicio de autoridad esté reunido en una sola mano”. Montesquieu pudo estar bajo esta afirmación, que el texto reúne.

Pero todo este legado no desconoció fuerte oposición de inmediato. Al volver Fernando, todavía en Valencia, recibió a un grupo de sesenta y nueve diputados que le pidieron la anulación de cuanto dañaba a los aspectos sociales (“Manifiesto de los Persas”). Y, en la calle, el grito ya era otro: “¡Vivan las caenas! “.

El 4 de mayo de 1814, Fernando, considerado por Pérez Galdós como el dictador con “el carácter más vil que ha podido caber en un ser humano” (“La fontana de oro”), publica un famoso decreto en el que se lee: “Vengo (...) en declarar aquella Constitución y decretos [los aprobados en las Cortes de Cádiz] nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos súbditos, de cualquier clase y condición a cumplirlos ni guardarlos”. ¡Quitar de en medio del tiempo! Una gran tentación que llega hasta nuestros días.

Con todo, la Constitución de la que ahora celebramos su bicentenario sirvió de aspiración para todo el posterior pensamiento liberal, con el balance de nuestro siglo XIX, siempre cualificado por el continuo enfrentamiento entre conservadores (partidarios de la tesis de la “Constitución interna”) y liberales (siempre nostálgicos de “La Pepa”).

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