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El espíritu del bosque; por Antonio Hernández-Gil, Decano del Colegio de Abogados de Madrid

04/07/2012
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El día 4 de julio de 2012, se ha publicado en el Diario ABC, un artículo de Antonio Hernández-Gil, en el que el autor afirma que más vale pensar que algo muy grave nos sucederá personal y colectivamente si no restablecemos un orden económico y social más justo, más igual y, por tanto, más libre, aunque sea a cambio de nada.

EL ESPÍRITU DEL BOSQUE

EL hau no es el viento que sopla. Imaginemos que tú posees un bien (taonga) y que me lo das sin ponerle precio. No hacemos ninguna clase de trato. Ahora yo le doy ese bien a un tercero que, después de cierto tiempo, decide darme algo a cambio. Me regala alguna cosa (taonga). Ahora el taonga que me da es el espíritu del taonga que yo recibí de ti y que yo le di a él. El taonga que yo recibí por esos taonga (que vienen de ti) debe volver a ti. No sería por mi parte justo guardar esos taonga para mí. Debo dártelos porque son el hau del taonga que me diste. Si yo guardo para mí ese segundo taonga, sufriré algún daño grave, incluso podré morir. Así es el hau; el hau de la propiedad personal, el hau de los taonga, el hau del bosque”.

Es el relato de Tamati Ranaipiri, un informante maorí del antropólogo Eldon Best. Lo utiliza Marcel Mauss en su Ensayo sobre el don (1924) para explicar cómo en Samoa, Nueva Zelanda y otros pueblos primitivos había un sistema de circulación de la riqueza basado en la obligatoriedad natural de las donaciones, antecedente de los actuales contratos basados en la equivalencia y la obligatoriedad jurídica del intercambio: lo que se da -y se recibe- no es algo inerte, sino que lleva en sí una parte del donante, animado por el espíritu del bosque de donde procede. Ese espíritu conduce al donatario de un modo natural hacia la devolución si no quiere quedar expuesto a algún mal. Donde poco antes Bronislaw Malinowski veía en los nativos de las islas Trobriand puras donaciones, aunque con devoluciones precisamente calculadas, el antropólogo francés generalizó la idea de la obligatoriedad: desde la obligación de compensar unas donaciones con otras a las obligaciones de donar y de recibir lo donado. Rehusar una donación o su aceptación sería una declaración de hostilidad contraria al vínculo de comunidad. El derecho formaba parte del mundo natural.

Ya no creemos, claro, en tales cosas. Del derecho romano a la Codificación, germinada a lo largo del siglo XIX, hemos trazado una frontera precisa entre lo gratuito, que damos por pura liberalidad, y lo oneroso, que se da a cambio de algo, para situar prácticamente toda la actividad económica de este lado de la frontera: solo se da -o se hace- lo que se paga o lo que se devuelve: y si media algún tiempo entre prestación y contraprestación, ese tiempo se valora y se paga o se cobra, a precio de oro, según quien lo pide o quien lo da. El pequeño mundo de la gratuidad queda para los regalos navideños.

En los últimos cincuenta años parece relativizarse esta frontera (las otras, las de verdad, se ahondan por si acaso). Así, la responsabilidad social corporativa se convierte para las empresas en una exigencia del mercado que las impulsa, de forma aparentemente voluntaria, a ir más allá de las obligaciones legalmente establecidas para atender necesidades de empleados, consumidores, socios o proveedores, y mejorar la situación de las comunidades donde se proyecta su acción, incluso frente al mandato básico para las sociedades mercantiles de maximizar el beneficio de sus accionistas. La contradicción puede salvarse entendiendo que las prácticas de responsabilidad social son necesarias para atraer inversores y fidelizar clientes y empleados; pero la demanda social es anterior a la exigencia del mercado. Lo que está en juego es un concepto integrador y finalista de “creación de valor” que incorpora una dimensión social frente al beneficio a corto plazo en estricto sentido mercantil. Por otro lado, se organiza el Tercer Sector, entre público y privado, para invertir la vis expansiva del ánimo de lucro y canalizar prestaciones voluntarias en beneficio de las colectividades más necesitadas. Lo hacen agentes cada vez más especializados que han merecido una regulación autónoma, aunque insuficiente, en la Ley de Economía Social del pasado año, comprensiva del conjunto de actividades económicas y empresariales que, en el ámbito privado, llevan a cabo las entidades que persiguen bien el interés colectivo de sus integrantes, bien el interés general económico o social, o ambos. Son cooperativas, mutualidades, asociaciones o fundaciones. Pero materialmente pueden desempeñar ese papel entidades de cualquier otro tipo, como el Colegio de Abogados de Madrid que presido, una corporación de derecho público que, más allá de sus obligaciones legales y estatutarias, cumple, con esfuerzo y sin el debido reconocimiento de las administraciones, otros muchos fines de interés general gracias a los recursos perfectamente privados de sus colegiados, quienes, de momento apuestan por apoyar estas funciones sociales.

Sin embargo, estos conceptos de responsabilidad social corporativa, voluntariado, Tercer Sector o Economía Social no son más que fórmulas organizativas que dan color a la economía de mercado y abren resquicios para complementar la acción social de unos Estados cada vez más ineficientes y empobrecidos, pero que no atacan el corazón del problema: un sistema capitalista cuyos excesos han generado una distribución de la renta mundial cada vez más desigual e injusta, y una red de conceptos e instituciones jurídicas que se basan en la equivalencia de las prestaciones, en negocios donde “la causa, para cada parte contratante, es la promesa de una cosa o servicio por la otra parte”, como dice more geometrico nuestro Código civil; un refinado, pero primitivo, do ut des.

Le pese a quien le pese, es difícil encontrar otro plan más ambicioso para superar este estado de cosas que la doctrina social de la Iglesia católica. Decía Benedicto XVI en una audiencia de hace solo unos días, el 18 de mayo de 2012: “En la Encíclica Caritas in veritate he querido extender el modelo familiar de la lógica de la gratuidad y de las donaciones a una dimensión universal. La sola justicia no es de hecho suficiente. Para que haya verdadera justicia es necesario aquel "más" que solo pueden proporcionar la gratuidad y la solidaridad. La gratuidad no se adquiere en el mercado ni se puede prescribir por ley. Y, sin embargo, tanto la economía como la política tienen necesidad de la gratuidad, de personas capaces de dones recíprocos”. Citaba la Caritasin veritate para recordar que “la. solidaridad es, ante todo, sentirse todos responsables de todos, por lo que no puede delegarse en el Estado”. Y acababa pidiendo que mantengamos el empeño personal y asociativo de dar testimonio del Evangelio del don y la gratuidad.

Da igual creer en el espíritu del bosque o en el Evangelio, aunque personalmente me resulta este más inteligible y consolador. Pero, en tiempos de sociedades tan heridas, parece imposible tratar de llegar a quienes nada tienen -porque han perdido su trabajo o nunca llegaron a él, aquí o en el cuerno de África- mediante mecanismos de circulación de la riqueza basados en la aritmética equivalencia de las prestaciones, o recurriendo a la función re-distributiva de la renta de unos Estados sin recursos y endeudados como el menos diligente padre de familia. Más vale pensar que algo muy grave nos sucederá personal y colectivamente si no restablecemos un orden económico y social más justo, más igual y, por tanto, más libre, aunque sea a cambio de nada, por pura obligación de hacerlo escrita con todas sus letras y números en el libro de la naturaleza del hombre. Es tarea de todos y cada uno de nosotros; más de quienes más podamos. Además, tampoco hace falta tanta imaginación. Lo esencial está apuntado ya en el artículo primero de nuestra Constitución: somos un Estado social y democrático de derecho cuyos valores superiores son la libertad, la justicia y la igualdad. Que no sea la letra muerta de la ley.

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