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El burro del gitano; por Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, Catedrático de Derecho del Trabajo y Vicepresidente del Foro de la Sociedad Civil

04/06/2012
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El día 4 de junio de 2012, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, en el cual el autor opina que la llegada de Hollande a la presidencia francesa y los pactos con Merkel pueden traer beneficios a nuestras maltrechas economías europeas, si no se va al gasto público puro y duro, sino a una combinación del rigor presupuestario con los incentivos al consumo y a la inversión.

EL BURRO DEL GITANO

Dice un viejo y sabio refrán que “el burro del gitano cuando se acostumbró a no comer se murió”. Viene a cuento traerlo aquí y ahora porque la dieta germana que sufrimos puede tener consecuencias indeseadas para nuestra salud económica e incluso personal. Después de tantos gastos y derroches, resulta indudable que necesitábamos una cura de austeridad. Cuando uno visita distintos lugares de España, como hago últimamente, pues me parece mejor opción que salir al extranjero, se queda admirado de las maravillas que se han hecho, incluso en pueblos pequeños. Museos, polideportivos, iglesias, carreteras, castillos, casas solariegas, aeropuertos, estaciones Todo impactante. Pero da la impresión, comprobada amargamente ahora, de que no se hizo un solo número. Se puso mucho corazón y poca cabeza. Casi todo se hizo con deuda pública y eso nos ha llevado a la misma ruina del padre de familia que compra una casa que no puede (o debe) comprar, que lleva un tren de vida que le excede con mucho a sus posibilidades y que al final para desencanto de toda la familia confiesa que está arruinado. Nuestro refranero tiene también una respuesta “¡Que me quiten lo bailao!”. Pero no ha merecido la pena, pues era de tal magnitud el desaguisado, que no hay quien lo digiera. En definitiva, vienen tiempos de estameña y paño, de dura penitencia, de control del gasto. De sacrificio. Nadie lo pone en duda. Pero llegados a esa convicción queda por analizar las posibles soluciones.

La primera es que nuestros dirigentes políticos, que, nunca como ahora, tienen tan enorme responsabilidad, nos orienten, nos animen, nos hablen, nos den soluciones. Ahora más que nunca. Sin complejos ni incertidumbres. Todo pueblo necesita liderazgo, pero cuando cunde el temor y la desesperanza, la necesidad se convierte en virtud. Es imprescindible que todos veamos y sintamos que hay una dirección, un capitán y una tripulación a cargo del barco, consuela mucho, incluso aunque se pase zozobra. Y, desde luego, los mensajes deben ser de ánimo y esperanza, no de mero consuelo. La segunda, ya más pragmática, está en las medidas económicas. Yo no soy economista y por ello hablo en términos sencillos, como a pie de calle. Hemos gastado mucho; de acuerdo. Pero la solución única no puede ser sacarnos hasta el último euro para equilibrar las finanzas públicas. Nunca en nuestra historia, salvo quizá la época de Carlos V y Felipe II con las guerras flamencas, ha existido una mejor disposición de los ciudadanos al sacrificio fiscal. Pero todo tiene un límite. Y no solo tiene límite por las posibilidades económicas de los ciudadanos, sino porque si se dejan secas las ubres no hay leche. Si al final todas las iniciativas fiscales radican en exprimir los bolsillos de los sufridores, no queda margen para el consumo y la economía entra en un estado agónico. El gasto es hoy un motor del empleo, pero si no hay para gastar la cosa se complica enormemente.

Por eso, la llegada de Hollande a la presidencia francesa y los pactos con Merkel pueden traer beneficios a nuestras maltrechas economías europeas, si no se va al gasto público puro y duro, sino a una combinación del rigor presupuestario con los incentivos al consumo y a la inversión. Y digo lo del gasto público, porque ahí es donde radica el nudo gordiano de la austeridad. Cuando se habla de recortes y ajustes es preciso hacer algunas reflexiones simples y, de nuevo, a nivel de calle. Pienso que los ajustes no pueden consistir sólo y exclusivamente en gravar más las rentas de los ciudadanos. Sino, además, y de modo complementario, en la restricción del gasto público en las partidas no productivas. Por ejemplo, en los miles de asesores de las distintas Administraciones, en los diversos y carísimos escaparates de las comunidades autónomas (televisiones, embajadas, etcétera), en el apartado administrativo excesivo, en los coches, los móviles, los gastos de representación, etcétera. Es algo tan evidente que sobran comentarios.

Todos nos hemos acostumbrado a un Estado elefantiásico, que nos da bienestar sin reparar en gastos. Y de repente, nos hemos dado cuenta de que es insostenible. Hace no mucho tiempo, hablaba del tránsito del Estado de Bienestar social al de Medioestar social. Y vamos camino del último tramo, que es el de Malestar social. Hemos llegado por influencia sobre todo de la socialdemocracia nórdica a consagrar lo que el Estado nos da, en salud, educación, pensiones, etcétera, como un derecho natural e inalienable. Y eso, aunque sea lo deseable, no es lo posible porque al lado de cada reformador social debe estar un contable. Hace muchos años, en la época en que mis padres nos estaban educando, había principios clave en sus planteamientos económicos: el primero, no deber nada y el segundo, ahorrar. Ahora, la mayoría de las familias no tienen nada y deben mucho. Y quizá ha tenido que ver con ello la creencia de que el Estado nos dará todo: becas de estudio, asistencia sanitaria, subsidios, vivienda, etcétera. ¿Para qué ahorrar?

Pero todo esto yo creo que lo tienen asumido los españoles en el sentido de que “el maná se acabó”. Lo que piden es que se acaben también todas las partidas de gasto público inútil o despilfarrador. Un solo ejemplo: hay cientos de pueblos de menos de 1.000 habitantes con seis o siete concejales con sueldo mensual, más los funcionarios de turno. ¿Se puede mantener? Me parece que no.

Y, finalmente, viene el tema de los recortes y ajustes. Cuando el Gobierno se pone a la tarea sin duda necesaria, llueven las críticas de la dureza o innecesariedad de los recortes y del traspaso de líneas rojas. Conviene precisar al respecto que los retoques, por ejemplo en Sanidad y Educación, no son una transgresión de línea roja sino normalmente una reorientación hacia la sostenibilidad. Cuando en una Universidad se suprimen licenciaturas que no tiene alumnos (o casi) o se incrementan las horas lectivas o en la Sanidad se obliga al que tenga medios a pagar algo, eso no es acabar con la Educación o la Sanidad, sino hacer lo que debe hacerse para que perduren con calidad.

En fin, son tiempos borrascosos que requieren sacrificio, ánimo, ponderación y buen sentido. Todos, y el Gobierno el primero, tenemos que ponernos a la tarea. ¡Ah! Y que surjan voces de ánimo, pues cada vez nuestra vida diaria se parece más a un funeral.

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