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Jueces de España; Por Ramón Trillo Torres, Magistrado emérito del Tribunal Supremo

02/02/2012
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El día 2 de febrero de 2012, se ha publicado en el Diario ABC, un artículo de Ramón Trillo Torres, en el que el autor afirma que hay dos circunstancias que ensombrecen en la opinión ciudadana sobre la Justicia, su politización y la disfuncionalidad organizativa. Transcribimos íntegramente el texto del artículo.

JUECES DE ESPAÑA

Uncido inexorable con la coyunda de mi condición de juez al yugo de la inquietud nacional en torno a la Justicia, quisiera yo con este breve apunte ofrecer a la visión pública lo que considero uno -uno entre tantos- de los datos históricos con vigentes consecuencias institucionales positivas que, más allá de los frecuentes y empobrecedores anclajes solitarios en acontecimiento tan excepcional como el que perfiló la Segunda República y la Guerra Civil, permiten observar la permanencia sustancial de nobles formas de ser y pensarse cuajadas en el siglo XIX y continuadas en el XX, no dañadas en su más profundo sentido ni por aquel tiempo agitado, primero pleno de ilusión y esperanza y después seguido de tragedia, ni por la posterior dictadura de casi cuarenta años.

De los clásicos tres poderes del Estado, el judicial es el que el ciudadano percibe con más intensidad cuando se ve directamente alcanzado por él. Este formidable poder está en manos de unas personas concretas y determinadas, los jueces, cuyo pensamiento sobre sí mismos y sobre la función que desempeñan se convierte así en una importante circunstancia social. En España los jueces han cristalizado los elementos esenciales de su estar en el sistema a través de un texto legal cuyas raíces no pueden ser más ricas en una visión tópicamente progresista: es bajo la vigencia de la Constitución Liberal de 1869 cuando se dicta la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 (“de larga vida y llorada memoria”, en expresión del profesor Alejandro Nieto), en la que, con las interferencias en que fue generosa nuestra historia en función de sus fuertes oscilaciones políticas, se alumbra la figura legal del juez que todavía respira en la actualidad: un juez de carrera, en la que ingresa por oposición y con un razonable estatuto de inamovilidad e independencia.

A estas notas legales considero que deben añadirse dos caracteres subjetivos: el juez en España es persona con una conciencia muy clara de su función, que considera consustancial a la idea de independencia (recuérdese que en los papeles de Wikileaks pudo leerse cómo la embajada de los EE.UU., preocupada por la atención de los jueces españoles al caso del periodista José Couso, transmite a Washington que las gestiones que realizaba el Ejecutivo español a favor de la tesis norteamericana les obligaban -dice literalmente- “a actuar con cuidado mientras tratan de influir en la judicatura española, ferozmente independiente”) y asimismo cercana a la virtud de la austeridad, no siempre anhelada, pero en todo caso derivada de que, habitualmente retribuida la corporación judicial con sobria moderación, incluso en algunas épocas llegó a serlo miserablemente.

Hombres -hoy también mujeres- con esta textura básica mantuvieron durante siglo y medio en pie la respuesta final en el edificio del Derecho en España y fueron capaces de asumir la ampliación y renovación de las estancias judiciales que demandaban las nuevas formas de vida. Así, cuando este relato comienza, la Justicia agotaba sus expresiones en el derecho civil, a la sazón un derecho de ricos, de pudientes, y el derecho penal, que constreñía normalmente a los desheredados de la fortuna, pero en el siglo pasado explosionaron y arraigaron dos nuevas manifestaciones jurisdiccionales: la laboral, que incorporó al ámbito de la decisión judicial todo el amplio campo de las relaciones entre trabajadores y empresarios, y la contencioso-administrativa, que nos habituó a considerar exigible que las decisiones de los poderes públicos fuesen residenciadas ante un juez idéntico al que se pronunciaba en las contiendas civiles y criminales. En ambos casos fueron los viejos jueces, los jueces de siempre desde 1870, quienes asumieron las nuevas tareas con solvencia y notorio éxito.

¿Qué acontece cuando esta consolidada figura del juez es afectada por el hecho histórico de que en el año 1978 el sistema político se constitucionaliza?

A mi modo de ver, tres son las grandes novedades que le van a afectar, aparte de la formidable innovación que supuso en sí misma la entrada en vigor de la Constitución. En primer lugar, el mandato constitucional que universaliza el derecho a la tutela judicial efectiva, que constituye el llamamiento a un potentísimo Juez como consecuencia de la garantía absoluta dada a los ciudadanos de que ningún otro poder del Estado, ni siquiera el legislativo, podrá impedir su derecho a poner en litigio cualquier conflicto que toque a sus derechos o a sus intereses legítimos. Las otras dos novedades a evocar tienen carácter orgánico, son el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial.

Si razonablemente podemos concluir que España goza de unos jueces técnicamente solventes, austeros, protegidos en su potestad para afrontar cualquier conflicto por el principio constitucional de tutela judicial efectiva y con un estatuto personal de protección de su independencia en manos de un órgano constitucional, cual es el Consejo General del Poder Judicial, ¿por qué, en estas condiciones objetivamente favorables, la opinión pública sigue viendo jirones en el paño de la Justicia?

Creo que hay en la actualidad al menos dos circunstancias que ensombrecen en la opinión ciudadana una eventual captación positiva de la Justicia. La primera, la de su politización: las dos instituciones que antes he nombrado están siendo objeto de una desgarradora descalificación pública por lo que se considera desviación partidista de sus decisiones. Lógicamente, en un entramado institucional tan complejo como el diseñado por la Constitución es inevitable que la opinión ciudadana no especializada extienda sin mayor matización esa idea peyorativa a todo el sistema judicial. La segunda circunstancia es la disfuncionalidad organizativa: se trata de algo no imputable a los jueces, que se ven obligados a insertarse en una organización que a mi entender requiere de ciertos niveles de funcionalidad que quizás algún día tuvo y que a veces con cierta liviandad en el raciocinio le fueron sustraídos: pienso en la vieja Justicia Municipal, en una renovación de la Justicia de Paz, en un eventual futuro de algo tan discutido como la atribución a los fiscales de la instrucción de las causas penales y, en fin, asegurarles el tiempo de serena reflexión preciso para administrar recta y sabia justicia o replantearse su selección siguiendo la tradición de unas pruebas objetivas y rigurosas, pero en las que no sea solo la memoria la casi exclusiva protagonista.

El almirante Philipe de Gaulle interrogó a su padre en una ocasión sobre cómo era posible que Churchill hubiese creído en él cuando solitario, con unos pocos miles de francos en el bolsillo y teniendo que abandonar en la Francia ya ocupada a su propia familia, que incluía una pequeña niña con incapacidad profunda, se presentó en Londres como adalid de una resistencia a la sazón invisible. El General De Gaulle dio la respuesta precisa

-Es que Winston tenía imaginación.

Quizás eso, una imaginación que a veces tanto escasea, es algo demandable para el buen provecho de la cualificada materia prima judicial de que dispone España. Hasta ahora los dioses siempre se la han prodigado al nuevo titular de Gracia y justicia...

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